Un análisis sobre el consumo de carne y la compasión por los animales de uno de los ambientalistas argentinos más reconocidos. Un aporte para un debate actual y profundo.
Por Claudio Bertonatti* para el Portal Noticias Agroapecuarias.
Uno de los grandes problemas ambientales es que las verdades se mueven reptando lentamente por la selva mientras que las mentiras vuelan rápido por cielo despejado. Otro de los problemas es que desde las buenas intenciones se pueden tomar malas decisiones.
Por eso dedico este artículo a quienes dejaron de alimentarse con carne por compasión o solidaridad con los animales. No lo dirijo, entonces, a quienes evitan su consumo por motivos nutricionales, filosóficos o religiosos. Tampoco resultará apto para fanáticos, fundamentalistas o para quienes no dudan de sus creencias u opiniones. No pretendo herir a nadie.
Hay personas que suponen que al evitar el consumo de carne no matan animales. Tengo una pésima noticia para ellas: no es cierto. El más despojado plato de arroz o un simple pedazo de pan también implica un impacto mortal para muchos animales. Que no lo veamos ni sepamos es otro tema. Pero la muerte está presente de un modo inevitable. No existe el desarrollo humano con impacto ambiental cero: para que nosotros podamos vivir muchas formas de vida deben morir. Esta afirmación es chocante pero es una de las verdades más obvias de la ecología, que es la ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su ambiente.
Vegetariano u omnívoro
Aclaro que fui vegetariano. En mi adolescencia creía que era una forma de evitar el sufrimiento y la muerte de los animales. Después de un par de años volví a ser omnívoro. Les explicaré los motivos, advirtiendo que no pretendo convertir a nadie a ninguna filosofía o estilo de vida. Solo busco arrimar información, impresiones y experiencias para ayudar a quienes quieran revisar sus decisiones alimenticias con implicancias ambientales.
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¿Qué me hizo cambiar de opinión y de conducta? La constatación de la realidad ambiental en el terreno y, fundamentalmente, la comparación de los campos donde se producen nuestros alimentos. Por eso, les propongo repetir el ejercicio. Visiten un campo ganadero y otro agrícola en una misma región y anoten la diversidad de formas de vida que ven en cada uno de ellos. Este ejercicio se puede hacer registrando solo la presencia de aves, anfibios, reptiles, peces, mamíferos, mariposas, hongos o plantas, o de todos estos grupos.
El resultado será inequívoco: un cultivo (soja, trigo, maíz o arroz, para mencionar los más extendidos) no conviven con mucho más que sí mismos. Incluso, sucede esto con la huerta más orgánica del mundo. Las especies animales no solo no son bienvenidas sino que en los cultivos no orgánicos (la mayoría) son combatidas con biocidas o agrotóxicos (venenos), cuando no, tiros u otras formas de lucha para evitar la presencia de predadores que ocasionan daños y pérdidas económicas.
Una de las impresiones más contundentes fue el contraste entre la abundante vida silvestre de los esteros y arroyos del nordeste argentino con las arroceras vecinas. En estas últimas no había lugar para carpinchos, ciervos de los pantanos, lobitos de río, boas curiyú, garzas, gallaretas ni patos. Para cultivar arroz se drenan esos esteros, arroyos y riachos para que les deriven su agua y muchas veces, terminan secos o muertos, sin vida. Como se empobrecen o destruyen esos ambientes naturales muchos animales silvestres desamparados buscan refugio o comida en los cultivos que los han reemplazado. Y ahí se desata un segundo golpe. Para evitar que las aves o mamíferos coman los granos o brotes se esparcen semillas envenenadas o se traen tours de cazadores salvajes a desterrarlos a tiros de plomo (también contaminante). Nadie que sepa esto puede decir que por no comer carne y alimentarse con arroz, por ejemplo, no se matan animales.
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Claro, la muerte es distinta porque ocurre más lejos, de un modo difícil de ver y variada en su forma (alterando el ambiente, envenenando o disparando balas). Una característica fundamental es que no se matan puntualmente los animales domésticos a consumir (para los que hay una sensibilidad más desarrollada), sino una enorme cantidad de animales de una gran diversidad de especies silvestres: desde invertebrados hasta peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Estos impactos se tornan “invisibles” a la distancia de una gran ciudad y en consecuencia son poco emotivos. Y lo que no emociona no es evocado.
Por desconocimiento, entonces, se tiene mucha más sensibilidad por los animales domésticos que por los silvestres (como si estos últimos tuvieran menos derechos), cuando el nivel de preocupación debería ser inverso. A diferencia de lo que ocurre con las variedades domésticas, las especies silvestres que se extinguen no tienen reposición. Este disparate tiene un correlato coherente, aunque irracional. Entre muchos vegetarianos y veganos hay dolor o lamento constante por la muerte de animales domésticos (que vale la pena aclarar, están fuera de peligro de extinción porque se crían a gran escala) y un silencio sepulcral ante la muerte de la multitud de individuos de especies diferentes de la fauna salvaje. O lo que es peor, ante la desaparición del ambiente en el que conviven miles de formas de vida, muchas veces, de especies amenazadas.
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Ganadería y agricultura
Por otro lado, con respecto a la ganadería, cuando se practica de un modo extensivo (o sea, a campo) se pueden ver garzas, ranas, culebras, peces, zorrinos, zorros, gatos monteses, hurones, perdices, hongos y muchas otras formas de vida entre los vacunos, los lanares o los caballares. Y si fuera realizada sobre pastizales nativos, es posible la convivencia hasta con especies amenazadas como los venados de las pampas y el yetapá de collar.
Pero la ganadería viene cediendo terreno a la agricultura. Y, de hecho, la expansión de la frontera agrícola (junto con la urbana) viene siendo desde hace décadas la principal amenaza para la naturaleza argentina, dado que va arrasando con nuestros bosques, selvas, montes, sabanas, esteros y pastizales para reemplazarlos por campos de cultivo. Si la humanidad se hiciera vegana para la naturaleza sería una tragedia.
Está claro que -de una u otra forma- la humanidad debe alimentarse y eso genera ineludiblemente un disturbio en la naturaleza, ya sea para reemplazarla o para intervenirla. Y cuando nuestra población crece como lo hace desde hace siglos, de un modo irresponsable o desentendido de la capacidad de carga del planeta, la agricultura se transforma en el mecanismo más fácil para proveer alimentos a gran escala y, en consecuencia, a gran impacto ambiental.
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Desde luego existen formas más amigables de cultivar, pero no se practican a gran escala y menos en el contexto de crecimiento poblacional mundial.
También existen formas menos cruentas de matar a los animales, pero cuando uno es sensible, hasta la eutanasia programada duele. Lo cierto es que existen técnicas para aplicar una “muerte humanitaria”, que es inmediata, evitando maltrato, crueldad y agonía. Si se aplicara en los mataderos o “criaderos” se evitaría el maltrato y agonía que caracteriza a muchos de ellos. Ojalá tuvieran esta oportunidad los miles de animales silvestres que mueren cotidianamente envenenados por el uso de agroquímicos, mal heridos o baleados por los cazadores asociados con la defensa de los cultivos o los que quedan hambrientos y sin refugio porque su ambiente fue arado.
Para evitar que se maten animales la única solución es dejar de comer. Ya hemos visto que cualquier dieta capaz de sostenernos acarrea más muertes de las que imaginamos. Uno de los grandes temas a resolver a escala mundial es cómo transformar la actual producción industrial de alimentos en un modelo compatible con la conservación de los espacios silvestres. No solo practicando agricultura y ganadería sostenibles y sustentables, sino también siendo más humanitarias con las demás formas de vida.
Este caso ejemplifica lo difícil que es catalogar de “blanco” o “negro” un tema ambiental. La realidad tiene abundantes tonos de “grises” y es más compleja a medida que nos interiorizamos en ella. Al principio, suele ser ingrato hacerlo porque –sin anestesia- destroza ideas utópicas propias de un mundo ideal. Así, concluiremos en elegir la opción menos mala en lugar de la más buena.
Nuestro mundo real es imperfecto y no tenemos otro. Es difícil cambiarlo si no nosotros no cambiamos. El historiador escocés Thomas Carlyle (1795-1881) dejó una reflexión oportuna para esta situación: “¿Que esta es una mala época? Pues bien, estamos aquí para hacerla mejor”. Si aceptamos el desafío se hace ineludible detenernos a contrastar ideas y realidades para tomar decisiones inteligentes y buenas. (Noticias AgroPecuarias)
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(*). Museólogo. Docente de la Cátedra Unesco de Turismo Cultural, la Escuela Argentina de Naturalistas y de la Universidad del Museo Social Argentino. Consejero de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN) y asesor de la Fundación de Historia Natural ‘Félix de Azara’.
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