Ala delta, bungee jumping, escalada en hielo, parapente, tirolesa, buceo…
Siempre disfruté de los riesgos deportivos, aunque puedo afirmar que no soy de esas personas que necesitan un motor de adrenalina constante para sentirse vivos. Por Soledad Vallejos, periodista del Diario La Nación y colaboradora de AIRE LIBRE.
Pero el reto, el desafío, golpean de vez en cuando. Ojos bien cerrados, respiración profunda, pausada, y ese cosquilleo interno de la duda, del miedo, del preciso instante en el que la decisión está tomada y ya no hay vuelta atrás.
Valga la comparación con Facebook, quién no es capaz de darle un “me gusta” a esa poderosa sensación que encierra la posibilidad del peligro (ese de la decisión propia, no ajena) y de sentirse vivo, la piel erizada, los sentidos más alertas que nunca.
En Ecuador, hace ya más de 20 años, me animé al primer reto: bungge jumping, o puenting, ya que en la ciudad ecuatoriana Baños, igual que en la norteamericana San Francisco, uno puede saltar al vacío desde un puente. Una vez en el puente (previa firma de un documento para asumir todo tipo de riesgo y responsabilidad sobre mis actos) el instructor comenzó con su rutina.
Éramos tres, un extranjero europeo, mi amiga y yo. Como buenas predicadoras de la igualdad de género, no aceptamos ningún tipo de caballerosidad y dejamos al ejemplar europeo que se adelantara a nosotras. “Vos primero”, le dije sin titubear. Su momento había llegado.
Equipado con un sistema de arneses, sujeto a la cintura y pecho, y con su respectivo casco de protección. Una vez que el guía chequea las cuerdas, no queda mucho más por hacer. Hay que ponerse en posición de salto, un paso al frente, abrir los brazos (tal vez el momento más adrenalínico de toda la experiencia) y saltar.
Una montaña rusa de inagotables sensaciones: miedo, vértigo, ingravidez, locura y espanto se suceden en esos 20 metros que separan al puente del río que corre por debajo. Y la inconfundible realidad de saber que uno sigue ahí, vivo, los ojos bien abiertos, la sonrisa inabarcable, cuando los pies vuelven a tocar la tierra.
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El segundo desafío, varios años después, llego con el ala delta. Los expertos de Vuelo Máximo (una vez en Pinamar, otra en Carlos Keen) fueron los responsables de llevarme a los mil metros de altura, volando junto con los pájaros.
Siempre disfruté de los bautismos de vuelo libre, del preciso instante en que los pies se despegan del suelo y la respiración se acelera, de la casi mágica sensación de que, aunque sea por 20 minutos, uno también puede planear cerca del cielo.
Por eso, del ranking de los deportes extremos o de turismo aventura, los que se practican en el aire siempre estuvieron por delante en mis preferencias. Probé con el buceo y la claustrofobia arruinó el intento. También con la escalada en hielo, en un exigente recorrido por el glaciar Torre, en El Chaltén. Pero la lluvia, la dificultad del camino y el desgaste físico opacaron todo. Sólo quedó a salvo la fuerza del paisaje, entre el blanco y el turquesa del hielo que descubríamos entre las grietas.
Con el buceo hubo dos encuentros cercanos. “¿Te animás a un bautismo de buceo? En esa segunda ocasión, el primer obstáculo antes de responder era el recuerdo de la única experiencia que había tenido, hacía ya más de diez años. Intenté decir que sí, que claro, que me encantaría.
Y pensé, igual que lo hice hace diez años, en la posibilidad de la aventura y de los viajes exóticos que el buceo ofrece. Un paraíso submarino que, con tan sólo mirar las fotos, logra extasiar las retinas de cualquiera. Pero dudé, mi voz titubeó al responder y, aunque quise borrar esas viejas imágenes en la isla caribeña de San Andrés, no pude.
Durante aquellos días de vacaciones, llegó la propuesta de una primera experiencia de buceo. Pero esas primeras instrucciones y nuevos conocimientos que ofreció el guía experto antes de salir a mar abierto fueron, rotundamente, un fracaso. Una vez puesto el traje, la máscara, las aletas y el tanque de aire, y apenas comencé a respirar lentamente bajo el agua de una cristalina piscina natural caribeña, la sensación de claustrofobia se apoderó de mí por completo.
A pesar de la increíble salida que tenía por delante no pude hacer otra cosa más que abandonar el sueño submarino. Frustrada, enojada conmigo misma y decepcionada, terminé mi bautismo en poco más de diez minutos. Pero el desafío estaba nuevamente delante de mis narices. Y no quise negarme.
La proximidad del lugar no exigía demasiada organización. En Márquez y Panamericana hay un centro de buceo cinco estrellas, el más grande del país, Diving Center, y ser aspirante a buzo en una pileta de cuatro metros de profundidad, diseñada especialmente para tal fin, me daba un poco más de confianza.
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La primera barrera por vencer, ponerse el equipo completo, que incluye un chaleco compensador, para poder flotar en la superficie, y un cinturón de lastre (o pesas) alrededor de la cintura. Ahora sí, al borde de la pileta, no quedaba más que ir al agua, hundirse sólo hasta el pecho al principio, en la parte más baja, para comenzar de una vez con los ejercicios.
El equipo, que pesaba una tonelada, dejó de ser una molestia. Al fin una buena señal. Probar el regulador de aire bajo el agua y confirmar que entra y sale oxígeno, y no agua, fue otro alivio. Pero no lograba relajarme. Entonces sí, a dar unas pequeñas vueltas en la parte más baja de la pileta para entrar en calor, y en confianza. Un momento de reflexión en el que comencé a comprobar que todo el equipo funcionaba, que comenzaba a regular la respiración. Ya no estaba agitada, tampoco temblaba, me sentía un poco más a gusto.
Luego, de rodillas frente al instructor para aprender el lenguaje de señas que utilizaríamos bajo el agua, y una serie de ejercicios básicos: vaciar el regulador apartándolo de la boca, colocarlo y soplar fuerte. Otra vez, más vueltas por la parte “segura” de la pileta y ya creo que lo domino. Ahora sí, a las profundidades azules. No es la isla de San Andrés, pero así se ve el agua de todas maneras. Y tampoco hay corales ni cardúmenes que deslumbren.
No importa, mi misión es salir airosa del bautismo para confirmar que el viaje exótico y la tamaña aventura del buceo pueden ser reales algún día. Empezamos a bajar, primero uno, dos metros, y a compensar los oídos, apretando con la mano la nariz y soplando, igual que uno hace en el avión. “¿Todo OK?”, pregunta el instructor. Sí, todo OK. No creo sentirme como pez en el agua, pero tampoco quiero salir de ahí. Bajamos más, tres, cuatro metros, y compensamos oídos otra vez. Me animo a vaciar el regulador con uno de los métodos aprendidos.
Y estoy en condiciones de ir descubriendo el fondo impulsada por mis aletas. No encuentro peces ni de plástico, pero la emoción es casi la misma. Dicen que es como volver al vientre materno. No lo sé, no lo recuerdo, pero me siento feliz.
Tirolesa y parapente
Dos últimos desafíos. Hasta aquí llegó mi aventura el año pasado. Estaba en Brasil, y Florianópolis era el escenario de esta nueva aventura. Pero algo había cambiado en mi vida radicalmente. La posibilidad del peligro, la imprudencia de la acción, el riesgo al que me exponía eran los mismos que en cada experiencia anterior, pero algo más me frenaba.
No era el CV del instructor de la escuela de parapente Ovni, en Praia Brava, que tenía más de 50.000 horas de vuelo y unos 12.000 viajes biplaza con turistas a los que, como yo, les asalta la necesidad de acción entre tanta rutina de playa. En cuanto a la tirolesa (según los brasileños) era la segunda más alta del mundo. Pero las condiciones también eran seguras, el clima ideal y el guía llevaba casi una década de experiencia.
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Entonces, ¿qué había cambiado desde aquellas experiencias extremas hasta ahora? Había tenido dos hijos y sólo pensaba en ellos. Tenía miedo, miedo de madre, temor de que me sucediera algo a mí que pudiera los perjudicarlos a ellos. Intenté dejar los malos presagios de lado y de confirmar esa sensación inigualable (para los que no sufrimos de vértigo) de observarlo todo desde arriba.
La aventura ya estaba en marcha. La tirolesa radical tenía su turno en la lista. Ya había tomado la decisión y, al igual que otros siete turistas argentinos, estaba en Río Vermelho, en las puertas del Hotel Engenho Eco Park. Para llegar a la cima del morro, había que caminar algo más de 30 minutos, una trhila empinada que nos dejó a más de 220 metros de altura. Desde allí, hasta tocar el suelo, recorreríamos unos 650 metros clipados a una cuerda, alcanzando una velocidad (dependiendo del viento y del peso de la persona) que va desde los 40 hasta los 120 kilómetros por hora. “Uauuu”, era la expresión natural que se oía entre el grupo.
El guía cuenta que durante el trayecto, se pueden ver las playas de Moçambique y Santinho. Pero nadie parece prestarle demasiada atención. Todo se ve diminuto desde arriba. Al igual que en el bungee jumping, dejé pasar a todo el grupo. Era la última. En cuestión de segundos, ya estaba al borde de la gran roca, pendiendo, literalmente, de un hilo. No pude correr y saltar al vacío, como lo había hecho el resto del grupo. El guía debió empujarme a cada paso. Y salté. Todo a mis pies.
Logré relajarme en un grito sin fin, que duró exactamente los 650 metros del recorrido hasta la llegada a tierra. Sentí el viento que pegaba en mi cara, mi grito interminable, los pies descalzos, la sensación de euforia, la adrenalina corriendo. Agitada por el desafío, sonriente y feliz. Del miedo inicial ya no quedaban rastros. “¿Te animás a subir otra vez?”. Sonreí, pero no fui capaz de responder.
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