Artículo Editorial publicado el 4 de octubre por La Nación Impresa.
Lamentablemente, desde hace décadas, el exceso de garantías en favor de quienes delinquen ha desvirtuado el concepto de justicia
La persistente y creciente ola de violencia que se abate sobre nuestro país, no sólo en ámbitos urbanos sino también en los rurales, ha promovido algunos casos de defensa propia que llegan a nosotros por testimonios directos y a través de los medios de comunicación.
Es función esencial del Estado mantener la legalidad y preservar la seguridad de los ciudadanos. Para ello es que se reserva el monopolio de la fuerza, ejercida cuando es necesario por las fuerzas de seguridad con el fin de evitar la consumación de delitos y por la justicia en lo criminal cuando impone una determinada sanción a quienes hayan delinquido.
Al mismo tiempo, nuestra ley penal establece que no son punibles quienes obren en defensa propia, siempre que se trate de una reacción inmediata ante una agresión ilegítima, que el medio empleado sea racional y que no haya existido provocación suficiente por parte del agredido.
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Las llamadas doctrinas garantistas y abolicionistas que se han enseñoreado en muchos sectores de la Justicia, lideradas por el ex ministro de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni, tienden en general a no exculpar ningún intento de defensa, especialmente cuando se produce el fallecimiento del agresor, calificando como “exceso en la legítima defensa” diversas reacciones de ciudadanos sometidos abruptamente a la violencia delincuencial.
Constituyen prácticas influenciadas por doctrinas que consideran el delito como un “conflicto” social, provocado por factores cuyo análisis arroja como responsable a la sociedad, mientras que el infractor inexorablemente resulta ser una víctima de las contradicciones y pugnas generadas en un entorno caracterizado por la desigualdad y la injusticia. Así enfocado, quien defiende su vida, la de su entorno o su propiedad está siempre reaccionando egoístamente en forma abusiva sobre alguien que tiene menos y que es por lo tanto considerado víctima.
Recientemente, un dictamen de la fiscal de San Martín Diana Mayko no encontró justificación para la defensa de una víctima de robo de auto que terminó con la muerte del atacante, con el argumento de que el agredido prefirió arremeter contra la vida del agresor a cobrar el seguro del auto. En otro caso, dos ladrones que exhibieron armas de fuego fueron baleados por un comerciante con licencia de legítimo usuario, dentro de su local de Lomas de Zamora, cuando temió por la vida de sus familiares allí presentes. El comerciante agredido, aun con una bala en el pecho, terminó siendo aprehendido, aunque liberado luego por considerarse en principio que actuó en “legítima defensa”.
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Si bien es un tema extremadamente delicado el uso de la violencia por parte de los ciudadanos, más grave y delicada resulta la desprotección a la que el Estado somete a los individuos, dejándolos a merced de contingencias tales como los robos en la vía pública o la irrupción dentro de los domicilios de personas armadas, que encierran un peligro claro y actual para la vida de familias enteras.
La primera injusticia es la que el Estado comete al someter a la víctima a la situación de tener que defenderse por mano propia por la falta de su presencia oportuna y eficaz tanto en la represión como, fundamentalmente, en la prevención del delito.
En el caso de la legítima defensa, nuestra ley obliga al agredido a tener que probar factores tan difíciles de apreciar como la proporcionalidad de la fuerza o la racionalidad del medio empleado, cuando éstos son usados en un entorno de extrema violencia, en pocos segundos y en situaciones para las cuales nadie nos ha preparado. Cualquier examen posdelictual nos muestra la profunda herida psicológica que la violencia produce en aquellos que fueron agredidos, más aún en quienes tuvieron que usar la violencia para defenderse.
Es el Estado, principalmente mediante una tarea de prevención, el que debe preservar al ciudadano de pasar por eventualidades tan dramáticas como peligrosas.
La vida, la integridad física y la propiedad de los ciudadanos y sus familias deben ser resguardadas eficazmente por la autoridad pública, y las leyes que consagran el derecho a la legítima defensa debieran ser tan amplias como las que aseguran la defensa en juicio de los criminales. Lamentablemente hoy, y desde hace décadas, esa balanza se encuentra claramente inclinada a favor de quienes delinquen.
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