La enseñanza del empresario, su mujer y los leones africanos.
Artículo de Gonzalo Sánchez publicado en el Diario Clarín el 30 de octubre de 2016.
De todas las condenas posibles, a Matías Garfunkel el hachazo le cayó por donde menos lo merecía. El empresario vive la desventura de un exilio relacionado con sus negocios durante el kirchnerismo y pesa sobre su figura el reclamo de cientos de trabajadores por el vaciamiento del grupo de medios 23. Pero el rechazo social, ese fantasma que se instala y no se desvanece, le llegó por las fotos de su cacería a lo Hemingway. Un safari por África. Una odisea de literatura para intrépidos de bolsillo holgado que, mal que nos pese, es perfectamente legal y no reviste, en varios de esos países, delito de algún tipo. Una práctica que también es legal en la Argentina y que incluso muchísimas organizaciones ambientales (incluído el Gobierno) aprueban si se encuadra dentro de una normativa adecuada. El caso, como sea, disparó una reacción interesante, no en Garfunkel, que terminó pidiendo disculpas vía Twitter y su mujer llorando por Youtube, sino en la vereda opositora: la del señalamiento público.
Ahora se sabe que cazar animales, una actividad con circuito y cultura propia, es motivo de repudio en la Argentina actual. Los proteccionistas están al acecho, listos para señalar al que dispare y recordarle que no se debería siquiera comer una vaca.
Los cazadores se guardan. Temen ser despellejados. Afirman que “cazar no es matar”, que son “más ecologistas que Greenpeace”, que “compensan el equilibrio natural”. Pero sus máximas no operan como contrapeso de la idea imperante: que toda fauna es intocable y que aquel que se fotografíe con un rifle ya sabe lo que le espera. Esta semana circularon decenas de fotos de famosos con sus presas en redes sociales. Por un momento, resultó ser un escrache más potente que la filtración de un video porno.
Pero impera también una doble moral.
Se puede cuestionar el acto de matar por diversión, algo que inquieta por sí mismo. Se debe denunciar la caza furtiva e ilegal. Pero es ahí donde el asunto encuentra su límite. Repudiar la matanza de animales en general implicaría tamién rechazar el cochinillo (un chancho bebé) que sirven en una fonda de San Telmo. Por eso, mejor entender las normas existentes y exigir las que falten. Lanzarse a la protesta porque sí, como el pelotón anti rifle, conlleva el riesgo de volverse caricatura: algo que espanta por lo radical. O tan extremo como pisar la cabeza de un león, con botas y mini short, y finalmente prenderse un habano.
En 2015 1,8 millones de argentinos emprendieron un viaje en el que cazaron o pescaron.
Son datos de la Secretaría de Turismo. Córdoba recibe 10 mil cazadores de palomas por temporada. Y en 2015, solo en La Pampa, se mataron 7 ciervos por día. Fue la motivación del 6 por ciento de los viajes de turismo interno.
La caza atrae extranjeros: dispararle a matar a una paloma en Córdoba o a un ciervo colorado en la Patagonia es un atractivo para muchos viajeros alemanes, españoles, estadounidenses y canadienses. Según la Cámara de Turismo Cinegético de Córdoba, unas 10.000 personas llegan por año a esa provincia para cazar palomas. Pasar tres días en una estancia con la escopeta ronda los 1.100 dólares. Cinco días en Neuquén al acecho de un ciervo colorado rondan los 4.000 dólares.
“Uno tiene que considerar cuál es el motivo de la caza: prohibir todo o avalar todo no conduce a nada. No le veo sentido a matar un animal por placer. Pero en el caso de especies exóticas introducidas, en muchos casos desplazarían a las especies nativas si toda caza estuviera prohibida”, argumenta el médico veterinario Eduardo Francisco, director científico de la población Temaiken. Moreno abona esta postura: “Tenemos especies exóticas invasoras que son un problema ambiental: muchas provincias las declaran plaga y autorizan su caza”. El ciervo colorado, el ciervo axis, el jabalí, el antílope negro, el faisán y la liebre europea son las especies más cazadas entre las exóticas.
“Las especies que fueron introducidas, fueron introducidas por el hombre. Es el hombre quien tiene que arreglar esa macana que se mandó: se puede inventar un alimento anticonceptivo, se puede separar hembras de machos en los campos, se puede esterilizar o castrar, pero por más que la caza sea legal, creo que nunca se contempló el sufrimiento animal”, argumenta Reneé Cormillot, fundadora de la Asociación de Defensa y Protección del Animal.
Emilio París tiene 63 años, vive en Pehuajó, es vicepresidente de la filial argentina del Safari Club Internacional y sale de caza unas diez veces al año. Cada licencia para cazar, por temporada, le cuesta entre 200 y 500 pesos, y aprendió a cazar mirando a su padre. “Mi motivación es disfrutar de la naturaleza. Estar al aire libre, compartir con amigos, las charlas de campamento, salir al campo, ver animales y después la emoción de primero encontrarlo, perseguirlo, ganarle en astucia, acecharlo, decidir si está en condiciones de ser cazado o no; si es un macho que ya está en declinación, que ya no sirve para reproducir la especie, entonces se puede apretar el gatillo”, explica, y sostiene que de eso se trata la “ética de la caza”. “¿Y el momento de matar al animal, ¿cómo se inscribe en el disfrute de la naturaleza?”, pregunta esta cronista. “Terminar matando a un animal es consecuencia de todo lo demás”, argumenta. Según París, la caza “es una manera de eliminar el exceso de población y una herramienta para financiar estudios y programas de conservación”.
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