Relato de Juan Mariquez de Trelew, Chubut
Uno de los ganadores del concurso finalizado en 2015 que consistía en enviarnos alguna anécdota sobre un accidente de pesca; lo que se podría haber hecho para evitarlo y el aprendizaje que les dejó a quienes lo protagonizaron. Hacete fan de AIRE LIBRE y podrás conocer la fecha de relanzamiento del concurso.
¿La primera vez que oí hablar de Punta Delfín? Creo que fue aquella misma mañana, en el momento que llegamos a Santa Isabel, provincia del Chubut. Todavía era de noche cuando empezamos a preparar los cuatriciclos. Soplaban fríos los vientos de costa, casi tan fríos como los del mismo invierno, lo cual por aquellas latitudes no era ningún acontecimiento inusual, a pesar de que trascurría la segunda semana de enero.
Gran parte del camino hacia Punta Delfín estaba constituido por canto rodado, y la peor idea que uno podía llegar a considerar, teniendo en cuenta ese tipo de terreno, era detenerse, porque no había otro modo de que el cuatriciclo no se encajara si no era acelerando continuamente. Así anduvimos durante un kilometro y medio. Un poco más adelante la playa comenzaba a presentar costas más amables. La arena se hacía cada vez más firme y se ensanchaba unos cuantos metros hasta tocar con la parte baja de los acantilados. Era un recorrido agitado, venga uno de donde viniese, porque ese tipo de caminos, ondulados, como el cuerpo de una serpiente dejan rápidamente doloridas hasta las nalgas más resistentes.
A los pies de la playa de Punta Delfín se extiende una restinga que se descubre por completo cuando baja la marea. Merece la pena ser vista al atardecer cuando los fulgores del cielo llenan de tonos rojizos los charcos de agua que se acumulan sobre las rocas. Hay mañanas en que el sol revela sobre las piedras un pulido color a plata brillante que realza el blanco plumaje de las bandadas de cormoranes que descienden hasta la superficie a esperar que el viento aplaque y les permita levantar vuelo para salir a pescar.
Llegamos a aquel lugar en el mismo instante en que lo hacían los rayos del sol. El mar comenzaba a subir, pero el agua aún se mantenía a 2 metros de la restinga. Naturalmente, fue Guillermo el que comenzó a enganchar las líneas y a preparar la carnada. Quizá por eso al cabo de 10 minutos fue él mismo quien sacó el primer mero. Y no fue el único, porque a partir de allí la pesca se dio maravillosamente. Si bien los meros no eran de gran tamaño, de vez en cuando se enganchaba al anzuelo algún ejemplar lo bastante considerable como para no devolverlo al mar.
Después del golpe me tome la pesca más tranquilo
Al cabo de un tiempo la marea había subido, y las olas que empezaban a entrar en la restinga adquirían cada vez una fuerza mayor, sobre todo cuando el agua volvía hacia el mar cayendo violentamente por las rocas como si fuera una verdadera catarata, arrastrando todo lo que hubiera en su camino.
Pensé que estar parado en el borde de aquel salto, pescando con el agua hasta la altura de las rodillas, ponía las cosas un poco mas riesgosas, porque una sola ola, de mayor caudal, bastaría para arrastrar a cualquiera de nosotros hacia el mar abierto. Decidimos entonces volver caminando hasta la seguridad de la playa, porque además el suelo comenzaba a ponerse resbaladizo a causa del agua y las algas. Pero en el camino Guillermo halló un hueco entre la restinga y sumergió la línea. Casi al instante atrapó un mero, por lo que decidió quedarse para intentar un nuevo tiro. Los demás seguimos camino hacia la orilla para limpiar allí los pescados. La marea se acercaba velozmente, primero limpia, luego blanca y espumosa. Guillermo vio que el agua comenzaba a cercarle todos los caminos, sin embargo decidió permanecer en aquel lugar durante un tiempo más. Pero el mar traiciona y él lo supo bien cuando la ola que entró a la restinga lo tapó por completo y la corriente lo revolcó por las rocas.
Cuando el agua volvió al mar, un panorama limpio y poco alentador exhibió la imagen inconfundible de Guillermo, aferrado tenazmente a las hendiduras del suelo rocoso para evitar que la corriente se lo llevara. Luego intentó ponerse de pie. Pero antes de alcanzar a levantarse una nueva ola, esta vez más grande, lo revolcó por el suelo nuevamente, llevándose con ella la caña y sus pescados hacia el mar abierto. Cuando logró incorporarse comenzó a renguear. Fuimos en su ayuda, y recién en el momento que vi su herida, del largo de un dedo índice, comprendí que debía ir a un hospital. De la pierna y a la altura de la cadera, le brotaban hilos de sangre y se podía ver con claridad la piel abierta y la carne blanca por dentro.
Una caña no vale la vida
Con la ayuda de otros dos amigos logramos llevarlo hasta la playa. La herida no paraba de sangrar. La envolvimos con una remera presionándola lo más que pudimos. Me hubiera agradado comunicarle que la situación era menos complicada, pero cuando traté de poner en orden lo que estaba sucediendo, acabé preguntándome si realmente lo era.
Al llegar a Santa Isabel habíamos tenido que renovar el vendaje porque el primero se había desbordado de sangre durante el viaje de vuelta en cuatriciclo.
Cuando entramos al hospital ya había anochecido, y una vez allí tuvieron que coserle la herida y darle una inyección. Fue en la guardia del hospital, mientras esperábamos que Guillermo saliera de la enfermería, que terminé por comprender la razón por la que dicen aquello de que uno nunca debe fiarse del mar. Incluso en los días en que este se presenta amistoso, porque puede ser capaz de mentirte antes de jugarte una mala pasada.
Hoy la pierna de Guillermo lleva la cicatriz de los 5 puntos de sutura que la doctora de guardia tuvo que realizarle aquella misma noche. Una marca que siempre nos recordará que debemos estar alerta y ser cautelosos porque el mar traiciona.
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