Pescar en un muelle de madera de 730 metros, con el caos de Buenos Aires detrás, es un placer de los dioses (y de los que saben eludir el agobio).
Artículo de Pablo Calvo para Revista VIVA del 10 de diciembre
Se puede contar esta historia del lado del pez. Sumergidos en este inmenso té con leche que es el Río de la Plata, oímos los bocinazos de los porteños, esquivamos al buque que cruza apurado al Uruguay y nos corremos cuando vienen esas ballenas blancas repletas de turistas que pretenden conocer Buenos Aires en un par de horas, bife de chorizo y tango incluidos. Todo eso lo tenemos controlado, pero hay una variable que nos preocupa.
Se trata de la inquietante tranquilidad de los pescadores que asoman aquí nomás, bronceándose en este muelle tan largo como siete canchas de fútbol, con sombreros piluso y cañas que nos apuntan. ¡Vienen por nosotros y lo peor de todo es que tienen demasiada paciencia!
¿Cómo hacen, si unas cuadras más allá están como locos, gritándose, peleándo por el oxígeno del Microcentro? ¿Qué excusa inventaron para escaparse, en pleno horario laboral? ¿Desde cuándo son amigos esos cinco que no paran de tentarnos con masa dulce, trocitos de salamín o pescaditos colegas cortados a la mitad?
Miralo a Luis Ventura en el mismo muelle
Es raro, pero este paisaje es de ensueño. Es como nadar en Villa Paranacito o Paso de la Patria, porque cerca nuestro pasan tortugas y nutrias que viven en la Reserva Ecológica y nos sobrevuelan los biguá, esos cormoranes negros que, ante la menor distracción, nos comen vivos. Pero, claro, la sensación de bienestar se disipa cuando empiezan a rodearnos envases de yogur, botellas, pañales y preservativos que descartan los habitantes de la Gran Ciudad. Todo viene a parar al lecho de este río, el más ancho del mundo, pero también uno de los más turbios.
Uh, ahí se contorsiona una lombriz, voy por ella, tengo hambre, le daré un tarascón. Mientras tanto, les sigo contan… ¡Ahh, uhh, soné! ¡Voy a morir! ¡Por bocón, como en el dicho! Ese muchacho igual no parece desesperado, luce más bien manso y tranquilo, sin ese desgano de los oficinistas, un resquicio que solemos aprovechar para escaparnos a último momento, con un drástico corcoveo. Voy resignado hacia él, pero ojalá me quite este anzuelo, se saque su bendita selfie y me devuelva al agua.
Se puede narrar esta historia también del lado del pescador. Viernes, 19.30 horas, el sol se pone tras los edificios del Microcentro. Pasa un buque carguero, el San Antonio, de 250 metros de eslora, y una vez que enfila para mares salvajes, la caña de Osvaldo se hace joroba. Empieza una lucha entre el pescador y un dorado que se contorsiona en el aire para tratar de zafar.
Miralo a Néstor Girolami en el mismo muelle
Osvaldo no afloja la empuñadura, recoge tanza, espera, el bicho se mete en el agua, toma impulso y vuelve a saltar. El amarillo de sus aletas se enciende con los primeros rayos del atardecer. La tanza dibuja curvas en el agua, trayectorias en busca de libertad, pero en ese momento Osvaldo, mecánico de helicópteros, vuelve a recoger. Quiere doblegar al “tigre de los ríos”, aunque por algo al dorado le dicen así, porque se retoba y es la especie más luchadora.
El reel de Osvaldo resiste. El pez, también. Los dos tironean, los dos quieren ganar, pero sólo uno podrá. Los amigos del pescador sueltan sus cañas y se acercan a presenciar la batalla. Uno prepara el medio mundo, porque el pez no subirá hasta el muelle con esa tanza delgada y esos nudos. Hay tres metros entre el agua y el camino de madera que se adentra 730 metros en el río.
Los corvoveos ceden. El dorado está exhausto. Osvaldo sonríe. Y logra sujetar a su presa con las dos manos. Le retira el anzuelo con cuidado y le deja la boca entera, así que el dorado podrá seguir alimentándose de bagrecitos, moras y pequeñas anguilas. Se viene la foto, el pez acepta la ceremonia, como sabiendo que forma parte del rito de los pescadores urbanos. Y por esa complicidad, y porque mide menos de 65 centímetros, la medida que habilita a los pescadores a llevarse sus capturas a la casa, el pez recupera su libertad y se va moviendo la cola por el río marrón.
Se puede describir esta historia también del lado de los que son unos quesos pescando. Hernán y Marcelo solían llevar a un amigo de pesca a riesgo de perder líneas, carnadas, reeles rotativos y efectividad en la cacería. Pero este amigo les contaba historias, chistes, pavadas, les cebaba mate y, sobre todo, les daba buena suerte, así que mientras le hacían los nudos que él no sabía hacer, le desenredaban la tanza cuando él lanzaba mal su línea y le desenganchaban los señuelos de los juncos, la pasaban bárbaro, porque los pescadores no miden la felicidad por capturas realizadas, sino por momentos compartidos.
Y fue en este muelle de la Asociación Argentina de Pesca donde afianzaron la amistad, se olvidaron del estrés, compartieron amaneceres, atardeceres, bogas a la parrilla en el quincho de Antonio, tormentas bajo el refugio número 8, el que está casi en la punta, y vistas panorámicas del sur porteño, tan extensas que llegan hasta la costa de Quilmes.
Los tres pescadores cruzan miradas cuando se topan con colegas exagerados, que suelen evocar hazañas pretéritas y muy probablemente insuperables: –¿Sacó algo? –es la pregunta que dispara la charla.
–Hoy no, pero ayer, 120 –es la respuesta, imposible de chequear.
Se puede contar esta historia también del lado de los apasionados. ¿Qué vincula a Diego Maradona, Gabriel Batistuta, Brad Pitt, Rafael Nadal, José Luis Chilavert, Fidel Castro, Ernest Hemingway y el Che? ¡Pará, pará, pará, pará, y en la lista se puede agregar a Alejandro Fantino! Tienen en común que a todos los atravesó el disfrute por la pesca, aun en los momentos más álgidos de sus vidas.
“Estrés significa también ‘atrapar’ y acá, de espaldas a la Ciudad, ‘atrapamos’ el silencio, la tranquilidad, el aire puro. Es una terapia ideal para bajar las tensiones de la vida acelerada. Y es por eso que entre los 2.000 socios tenemos profesionales, vitalicios, mujeres, jóvenes, tintoreros, vendedores, de todo, porque la necesidad de estar mano a mano con la naturaleza es un idioma común”, señala Jorge Bochi, médico clínico y vicepresidente de la Asociación Argentina de Pesca.
Bochi camina en dirección a Uruguay sobre maderas sostenidas por columnas de quebracho, que aparecen de refilón en películas y series de televisión. “El 9 de julio de 1954 vino Juan Domingo Perón. Inauguró los concursos de pesca interescolares y le dimos una medalla de oro que lo acreditaba como socio honorario”, cuenta el directivo.
Él sostiene que este muelle de madera es “el más largo del mundo”, aunque también habría que chequear el dato. Y mejor no preguntarles a los pescadores que saludan a su paso, porque pueden asegurar, entre exageración y exageración, que se trata en realidad del muelle más largo de todo el Universo.
Se puede imaginar esta historia también del lado de la literatura. Como lombrices que se bambolean y se asoman por un tarrito, a Julio Cortázar le vinieron metáforas cuando paseó su mirada clara por este muelle.
El dato estaba suelto en la página web de la institución (www.aapesca.com.ar), así que hubo que rastrear el material entre las obras iniciáticas del escritor que alumbró capítulos saltarines, intercambiables, con personajes dispares.
El muelle aparece en la novela El examen, que permaneció inédita durante más de 30 años. Cortázar le asigna un rol en el desenlace, como lo tuvieron los puentes de París en el comienzo de Rayuela. De madera o de ensueño, esas construcciones se muestran como escenario de amantes desencontrados, con espacio para un salto al vacío o hacia la salvación eterna.
Ante estos comentarios de los enviados de Viva, los pescadores del muelle escucharon con atención, hasta que uno de ellos preguntó: “Y en el Sena, ¿hay pique?”.
En la Buenos Aires imaginada por Cortázar, la niebla lo invadió todo y trajo a la costa unos hongos malditos, como víboras los camalotes.
Un grupo de amigos, dos parejas de lectores y un periodista, caminaban entre la Plaza de Mayo, el Monumento a Colón y el Luna Park, en medio de manifestaciones obreras, exámenes literarios y pasiones a contramano. En eso, la invasión nebulosa envolvió los rascacielos. Primero flotó una bruma azulada. Después, el cielo se puso rojo, parecía hervir. Se declaró la emergencia. Y hubo que huir.
“Juan descifró las palabras de la entrada, Asociación Argentina de Pesca. Bonitos, bagres, domingos, yates. Todo abierto, desguarnecido, el edificio a oscuras, abajo el limo del lecho, una blanda caricatura del río. Se dio vuelta, ahora se había quedado último. Buenos Aires. Sí todavía”, se lee en la página 262 de una edición que llega hasta la 266, porque el muelle es protagonista muy cerca del final.
Lee también: Hemingway y la Pesca
¿Qué sucederá allí? ¿Llegarán a tiempo los que escapan de la niebla? ¿Estará aún amarrado en la punta el bote que intentará la salida? Bueno, esta es una nota sobre la influencia positiva de la pesca en la lucha contra el estrés, así que si quieren saber el final, vayan a una librería con el anzuelo correcto. Lo único que se puede afirmar es que quien haya leído el libro y pise estas maderas, tal vez perciba a algún espectro que se encamina hacia un momento extremo.
Se puede relatar esta historia del lado de los que jamás sacaron ni un patí. En este muelle, o en cualquiera, se puede tomar sol, contemplar las formas de las nubes, pasar la noche bajo las estrellas, dormirse una siesta entre las sábanas de una brisa, escuchar a los pájaros, ver los borbollones de los peces y compartir bizcochitos con amigos, así que pescar, a veces, es lo de menos.
No por nada Germán, Carlos, Osvaldo, Alberto y “un quinto beatle” siempre se juntan los viernes, bien temprano, procedentes de distintos barrios de la Capital algunos y del Conurbano otros, para despuntar el vicio, huir del tránsito imposible de ese día y lanzar sus líneas de flote hacia el canal del puerto de Buenos Aires, que corre en paralelo al muelle y alberga a los mejores ejemplares.
Saben que los viernes se pueden quedar hasta bastante después de las 18 horas, que es cuando la Ciudad colapsa de autos, esperar los naranjas y los rosas de la puesta de sol, pescar luego con boyas luminosas y salir cerca de las 22 por las calles amables y vacías.
Mayra y Marcelo también tienen en la pesca una de sus salidas preferidas, como Fabián, que captura una boga de 5 kilos. “Para desenchufarte, esto es ideal, yo lo disfruto como un chico”, señala el pescador y futuro parrillero del ejemplar, porque éste se lo lleva.
Una golondrina se posa sobre un parante, cuando la tarde se despide, y avisa que esta jornada está por terminar.
Y en eso una caña se dobla por completo. Se arquea como un gato. Y el lomo redondo avisa que la historia vuelve a empezar.
Impactos: 499
Gustavo garcia
Muy buenos los datos publicados. Gracias