Una experiencia inolvidable y excitante
Nota de Santiago Legarre para Revista Aire Libre
Kenia constituye, junto con Sudáfrica, el lugar más interesante del continente africano para avistar animales salvajes (con la ventaja, a favor de Kenia, de que se trata de una región más virgen y más barata). Una de las características de los parques nacionales kenianos es que al caer el sol todo el mundo debe estar de regreso en su hotel o campamento. Esto limita la observación de la fauna en horas de la noche y, como sabe el que sabe, esta es una limitación no menor, ya que, por un lado, muchos animales son exclusivamente nocturnos; y, por otro, la mayoría de los que pululan de día, cazan casi exclusivamente por la noche.
En este sentido, las reservas privadas ofrecen una alternativa apropiada, pues allí no rigen las —valga la redundancia— rígidas reglas que atan a los establecimientos públicos. Así fue que en Mara Naboisho, una de esas reservas en Kenia (al lado de Masái Mara, que bordea con el famoso Serengeti), pude realizar un safari nocturno y, además, con una suerte increíble.
Partimos de Eagle View —un pequeño pero muy bonito “lodge” en el medio de Mara Naboisho— antes de la caída del sol, equipados con un reflector especial, con luz infrarroja, que no molesta a los animales, según nos explicó Derrick Nabaala, un calificado guía de la empresa Basecamp Explorer, que opera safaris en Kenia.
En eso, uno de los integrantes de nuestro grupo —un niño de unos doce años, que llevaba entonces el farol de luz roja y parecía revolearlo como quien no quiere la cosa, iluminando de tanto en tanto parches de campo— exclamó: “¡Una leona!”. Me pareció que nadie le creyó: ni nuestro experto guía ni tampoco yo que no le daba mucho crédito como iluminador. Pero allí había, efectivamente, una leona. Y en eso agregó el precoz niño: “¡Y un león!”. Y allí había un león macho, joven, que seguía de cerca a la hembra. Estaban en clara posición de marcha de caza, camino de una manada de ñus que se adivinaba en la oscuridad. Nuestro guía sugirió que los siguiéramos; era un guía muy atrevido.
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Enseguida vimos con las luces de la camioneta a los ñus, cientos de ellos. Los leones los rodeaban, seguramente en búsqueda de la mejor orientación respecto del viento. Entonces escuchamos una estampida y vimos pasar varios cientos de ñus a unos cincuenta metros de la camioneta. Los leones habían sido descubiertos: el ataque había fracasado y la pareja —de hermanos, según la versada opinión de Derrick— seguía dando vueltas con parsimonia, tras una mejor ocasión.
Nuestro conductor decidió apagar las luces del auto, para favorecer la tarea de los leones. Luego de varios minutos de oscuridad y silencio, puso en marcha el coche y encendió las luces. Empezamos a avanzar lentamente por un campo vasto. A lo lejos se comenzó a escuchar un ruido como de tromba que se arrimaba abruptamente hacia nosotros. Más avanzábamos, más se acercaba. Cuando era ya ensordecedor y parecía que nos iba a topar, divisamos a unos doscientos metros una enorme manada de ñus que venía a todo galope exactamente en nuestra dirección, acaso encandilados por los focos del vehículo. Lo que entonces no sabíamos era que detrás de ellos venía, también a toda velocidad, arriándolos de miedo, la leona…
Cuando los ñus estuvieron a punto de estrellarse contra nosotros, y en medio de sollozos y de la adrenalina de todos, Derrick tomó la decisión más sabia de su vida: apagó las luces de la camioneta. Los antílopes recuperaron la vista y se bifurcaron: la mitad nos pasó por la izquierda, y otro grupo por la derecha. Si extendía el brazo y agarraba un cuerno, uno de ellos me llevaría volando.
Terminada la estampida, suspiramos aliviados y nos quedamos quietos, sintiendo nuestra respiración. Pero la quietud duró poco, pues enseguida el corajudo conductor encendió nuevamente las luces y comenzó a adelantar suavemente la camioneta. No tuvimos tiempo de acomodarnos que el reflector del coche enfocó sin aviso a nuestra leona montada arriba de un ñu agonizante. Con las fauces le apretaba la garganta para asfixiarlo y con la garra derecha lo tomaba del lomo. El animal apenas respiraba. En un minuto estaba muerto, aunque por un rato más exhaló algunos estertores mecánicos. La leona nos miraba todo el tiempo, con una mirada calma, de satisfacción.
No muy lejos se escuchó una nueva corrida, de otra manada de antílopes, y vimos al león macho perseguirlos sin ganas ni éxito. Enseguida se sumó a la hermana, que exhausta por su propia cacería se tiró a descansar al lado de su presa y pareció quedar dormida. El inútil hermano, sin aparente preocupación por su fracaso, se dispuso a hincar el diente sobre el cadáver del ñu. Pero nunca llegó a abrirlo ni a comerlo mientras estuvimos ahí. En cambio, comenzó a jugar con él —después de todo, era un león joven, juguetón, y seguramente no tenía hambre todavía—. Lo más impresionante fue constatar la fuerza de un león: ¡con una sola garra, tomaba al ñu y lo daba vuelta en el aire! Un ñu pesa unos doscientos kilos, así que es fácil imaginar el poder de esa garra sobre un hombre.
Mientras el felino lamía al antílope, se le subía arriba y le pegaba trompadas en la cabeza, comenzaron a aparecer los rivales. Primero, varios chacales, rápidamente repelidos por la leona, que se despertó de su siesta como un rayo; luego, otro león macho, también joven, pero hambriento, que fue echado a los mordiscazos por su congénere, el nuevo dueño del ñu.
Como puede verse, espero, el safari nocturno (y en especial si se tiene un buen guía y mucha suerte) es una experiencia inolvidable y excitante…
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