Anécdotas de pesca de los lectores de Aire Libre
Era un verano de esos, en pleno enero y a la hora de la siesta, donde el calor abrazaba con toda su intensidad las humanidades de quienes íbamos a pescar en sendas bicicletas hacia lo que llamábamos el Puente de las Carretas, en el riacho Pergamino afluente del río Arrecifes.
Nuestra intención era pescar dorados a la salida de un salto de agua, desnivel producido por la quebradura geológica existente en el lugar. Claro en esos tiempos de mocedad, junto a mi primo Alberto, portábamos los elementos disponibles en esa época. Yo con mi caña tomatera, elegida del cañaveral mas a mano, línea de piolín, boya construida artesanalmente con tres corchos de vino Benedeto sujetos con alambre fino y el anzuelo acerado azulado de buen tamaño. Por su parte mi primo solo llevaba un aparejo de buena longitud y también armado de la misma manera.
Llegados a destino, luego de unos 8 kilómetros bajo el sol abrazador, nos instalamos en el lugar elegido. Las chicharras inundaban el aire con su clásico chirrido, festejando o enojadas por la alta temperatura, pero haciéndose oír. En aquellos tiempos la temperatura la calculábamos según lo que nuestros cuerpos denunciaban. Solo a la noche escuchando radio y al metereólogo Martín Gil sabíamos realmente cual era la misma.
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Decidí caminar el río siguiendo la corriente buscando en cada corredera el pique anhelado. Por su parte, Alberto, cansado de una noche gastada en un festejo, decidió quedarse a descansar bajo un viejo y frondoso tala recostado a la vera de la ribera.
Por supuesto encarnando con una tucura de alfalfa, grande y verde me fui a la aventura. Recorrí cuanto lugar propicio y factible de pescar un dorado, pez abundante en aquellos tiempos, sin tener el menor pique. Me fui mas allá de lo previsto. Pasó el tiempo y la bronca fue creciendo por no obtener la respuesta buscada. Desandé todo el recorrido, insistiendo una vez pero el éxito estaba lejos de lograrse.
Finalmente llegué al lugar donde había dejado a mi primo. A lo lejos lo vi sentado a la vera del río, con sus pies metidos en el agua. Lo primero que me preguntó era si había sacado algo, por supuesto que le contesté con bronca que no había tenido el mas mínimo pique y el sobradamente me dijo que sí había pescado un buen dorado, aunque de la manera mas insólita.
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Me explicó que al acostarse y tirar el aparejo se le ocurrió sujetarlo al dedo gordo de su pié, luego un profundo sueño lo dominó hasta que sintió un fuerte tirón del piolín y con sobresalto vio a su presa saltando en medio de la corriente mostrando su color tornasolado en todo su esplendor.
Lo mas curioso fue que del tirón producido por el pique y al resbalar el piolín en el dedo gordo le quedó la marca, como un anillo, de la raspadura irritada producida por el sedal tan común en aquellos tiempos. Todavía ni soñábamos con las cañas sofisticadas, ni los reeles y menos aún con el nylon.
Mas atrás y colgado de las ramas del tala ondeaba mostrando todo su belleza una pieza de mas de cinco kilos, pescado insólitamente con el dedo gordo del pié.
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