20 kilómetros cuadrados de dunas en Salta.
Por Silvina Pini – Fotos Mario Cherrutti para Revista Aire Libre.
Nunca más acertada la voz de Mercedes Sosa que cantaba “Arena, arenita /Arena, tapa mi huella/ Para que en las vendimias / Mi vida yo vuelva a verla”, la cueca La Arenosa que el Cuchi Leguizamón le dedicó a Cafayate.
Cuando uno piensa en Cafayate, piensa en sus vinos de altura, en sus cerros rojizos, en el runrún del río Santa María pero, ¿quién se imagina médanos de arena blanca? Y sin embargo, la camioneta había atravesado toda la estancia Grace Cafayate con la cueca y se detuvo al comienzo de un desierto de 20 kilómetros cuadrados de dunas de hasta 25 metros de altura.
Allí nos esperaba Daniel, con los caballos listos y frescos como la mañana. A poco de comenzada la travesía, Daniel explica que este insólito paisaje fue un lago hace 30 mil años cargado de sedimentos que luego el viento y los siglos convirtieron en arena.
Las dunas tienen su propio idioma. Existen las que parecen lomos de ballena y otras con forma de media luna donde los vértices apuntan en dirección del viento y se llaman “barjanes” y otras que apuntan en contra del viento y se llaman “linguoides”. Los médanos de Cafayate tienen todas estas y generan geoformas de extraordinaria belleza que se aprecian en el silencio del paso a caballo.
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Si las viéramos desde el aire, podríamos apreciar que todas apuntan desde el noreste hacia el suroeste con dirección a Cafayate. Su color gris claro, casi blanco, hace que el sol se refleje con intensidad y en días calurosos la temperatura superficial de la arena llegue a los 50 grados. Por esa razón, explica Daniel, vemos tantos algarrobos secos y muertos semienterrados en una duna.
Pero el día es fresco y Daniel nos invita a bajarnos del caballo para juntar arena con las manos y verla de cerca. “Ahora tírenla y mírense las palmas” dice Daniel. Las manos están brillantes como si tuviéramos purpurina. “Son los cristales de cuarzo y mica”, aclara, y cuenta que en las cabalgatas de noche de luna llena, las pequeñas láminas de mica transparente se convierten en de espejitos que reflejan la luz y hacen brillar los cuerpos que se ven plateados como peces. También de noche, cuando el viento deja de soplar, los animales nocturnos salen de fiesta.
Nosotros de mañana, apenas si podemos ver el muestrario de huellas y pisadas que el gaucho señala como de roedores, aves, serpientes, insectos y otros amigos del desierto.
Vuelta al caballo y desde una de las dunas más altas, Daniel señala el corazón de los médanos, entre Cafayate y la junta de los ríos Santa María y Calchaquí. Los vientos casi permanentes que soplan durante el día desde el nordeste, provocan que a veces la ruta quede cubierta de arena. Algo parecido pasa cada tanto con río Santa María, lo que le obliga a modificar su cauce.
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También vemos las 500 hectáreas de Estancia Grace Cafayate, el club de campo que integra viñedos, golf y caballos, tanto de polo para quienes quieran jugar o taquear como los de Paso peruano para recorrer los médanos.
Después de dos horas de cabalgata, los caballos empezaron a trotar a medida que nos acercábamos al centro ecuestre de Estancia Cafayate. Y si ellos se apuraban atraídos por el palenque, nosotros también sentíamos el imán del aroma que emanaba del restaurante del club house. Allí, con espectaculares vistas a la cancha de golf, las dunas y las montañas, nos esperaba un almuerzo espectacular con vinos de Cafayate.
Y mientras la copa se llenaba de un Malbec de altura y esperaba llegue mi bife de chorizo con papines andinos, la voz de Mercedes Sosa me tarareaba en el oído, “Arenosa, arenosita /Mi tierra cafayateña /El que bebe de su vino /Gana sueño y pierde pena”.
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