Tramo 2: El desafío de atravesar el Salar de Uyuni.
Bernardo Gassmann continúa relatándonos su recorrida de Sudamérica en bicicleta. Proveniente de una familia de ciclistas y heredero de esa pasión, ya leímos el tramo Tucumán – La Quiaca. Ahora Bernardo nos cuenta su travesía en este salar ubicado en Bolivia.
Bolivia es el país de Sudamérica más fiel a sus raíces, donde no hay que esforzarse demasiado para conservar la cultura de los pueblos originarios (mal dicho indígenas), como suele pasar en muchas partes del mundo donde forman parte de la exhibición de museos.
Aquí el 60% de su población tiene raíces Quechuas o Aymara entre otras menos.
En muchísimos poblados la única lengua es el quechua, de modo que resulta un poco complejo comunicarse a veces, (¿nuestro spanglish sería el quechuspan de ellos?). Fríos y reacios al primer contacto, pero luego de cruzar unas pocas palabras demuestran la misma amabilidad que todas las personas suelen tener. Y aquí me quiero detener con otra pregunta recurrente, aparte de la clásica: ¿de Argentina? ¿en bicicleta? ¿está usted loco? Sería: ¿no tiene miedo que le hagan daño?
¿Existen las personas malas? Si, claro. Pero puedo asegurar que la inmensa mayoría son buenas personas, y muchas de las que consideramos como malas, solo están pasando por un mal rato. Más aún, todas quieren ayudar de alguna u otra manera, ya sea dando una indicación (aunque muchas veces no sepan, motivo de varios kilómetros pedaleados en vano); compartiéndote agua; una fruta; su casa para dormir; un grito de aliento y muchos etcéteras más.
Recuerdo yendo de Tupiza a Uyuni, en un paso asfalto-ripio-asfalto-ripio…. Como a 4500msnm me estaba agarrando la noche y quería perder altura para pasar menos frío del que me esperaría en esas cotas. Me detuve en la única “casa” que vi en kilómetros para pedir algo de agua, la señora no hablaba castellano (tampoco quechuspan) de modo que entre mano va y mano viene me convida una botella agua, la que me encargo de hacer desaparecer en cuestión de segundos, para cerciorarme en el último trago que me quedaba, que estaba llena de larvas. La sed fue mayor que la prudencia. Entregué la botella vacía y partí al camino.
Cerrando la tranquera, a los pocos metros me encuentro con su nieto, que hablaba castellano perfectamente, respondiendo a mi pregunta me dice que, a 1 kilómetro, luego de esa curva que ve ahí, la ruta baja, agrega que las subidas le daban paso al llano. Motivado y sonriente salgo a toda máquina. La felicidad duró poco, el camino no dejaba de ganar altura.
No recuerdo bien, pero creo q esa tarde cité de la madre de ese muchacho por unos minutos. Quizás solo entendió mal mi pregunta o la dirección de mi recorrido, no conocía el camino o tal vez, dejé escapar por mis ojos el deseo profundo de un camino más benévolo, de una pausa. Y solo por darme una alegría, mintió, como los niños suelen hacer, con inocencia.
Hacía varios días ya que me venían comentando que me olvide de cruzar el salar de Uyuni en bicicleta. Decían que la temporada de lluvias se habían extendido, siendo fantástico para una travesía en 4×4 con fotos efecto espejo, pero no para mis planes de pedal.
El salar de Uyuni es el más extenso y elevado del mundo, ubicado a 3650 msnm con un espesor que llega a los 120 metros, en temporadas de lluvia se cubre de agua, lo que lo hace intransitable en bicicleta.
En el pueblo de Uyuni hay una casa del ciclista (adeptos a este deporte que abren las puertas de sus hogares para recibir a cicloturistas por unos días, donde se puede descansar en un colchón (en su defecto, un lugar donde armar la carpa), darse un bienvenido baño, hacerle mantenimiento a la bici, comer sentado en una mesa, es decir casi una vida normal. Se suele dejar una contribución voluntaria o realizar algún trabajo para que la rueda siga girando.
Ahí fue donde llegué casi convencido de que era una locura cruzarlo, hasta que por esas cosas de la vida me encuentro a una pareja de franceses que justamente venían del salar en dirección contraria. La regla de tres simple aplico aquí también: si los franceses cruzaron… yo también.
Decidido, pero no tan convencido, salí rumbo a la entrada del salar en el cercano caserío de Colchani, según las indicaciones recibidas hay que ir derecho hasta la isla Incahuasi, pasar noche ahí y al otro día doblar 90° a la derecha para salir a Tahua, primer caserío en tierra firme 120 kilómetros después.
“Marcá un waypoint en el GPS donde se encuentra la isla, es todo derecho. Lo único que la isla la vas a ver solo faltando unos 30 km, antes no ves mas q horizonte blanco, no te desvíes por nada del track porque salís a cualquier lado…” Fueron las máximas recibidas.
Cargué comida y agua para 3 días por si acaso, una piedra (ya verán) y mucho protector, allí el factor UV es extremo por la altura y el reflejo del blanco de la sal. Solo había un inconveniente, no tenía GPS, en el afán de seguir la religión del minimalismo a su máxima expresión, lo mandé de vuelta, junto con varios accesorios más en La Quica con mi compañero.
Calculando que, entre unas montañas, a mi izquierda y el volcán de Tunupa a mi derecha, justo en el medio se encontraría la isla Incahuasi, invisible en los primeros kilómetros, apunté la brújula al objetivo invisible. Esta acusaba 278° Oeste, ese sería mi rumbo.
Confiándolo todo a una aguja magnética crucé la franja perfecta que separa la tierra de la sal para internarme en un mundo blanco, inerte y desolado.
Unos 3 kilómetros separan la “orilla” con el hotel de sal donde se puede encontrar un monumento al Dakar del 2014 y otro decorado con las banderas del mundo. Hasta aquí fue todo un chapoteo incómodo en el agua salada, a veces pocos centímetros, otras cubriendo media rueda.
En adelante estaba todo perfectamente seco, solo algunos manchones poco importantes, las condiciones no podían ser mejores, para mejor, no había absolutamente nada de viento. Caminos aquí no hay, solo algunas huellas que no suelen conducir a ningún lugar en particular, de todos modos, yo tenía mi rumbo fijo 278° Oeste, así que seguí la canción de Juan Manuel al pie de la letra: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Lo curioso es que las distancias son tan inmensas y el terreno tan monótono que da la impresión de no avanzar, ya que los únicos puntos de referencia que se tiene están tan lejos que se mantienen estático, indiferentes a mi avance. Nada parece acercarse ni retroceder, por lo tanto, a uno le da la sensación por momentos de estar en un rolo de entrenamiento.
Mi plan parece desmoronarse cuando las horas de luz comienzan su cuenta regresiva y de la isla Incahuasi no hay noticias. Pero como era más sencillo seguir que volver, agaché la cabeza hacia la brújula y cambié al plato grande.
Fue hermoso ver una protuberancia contrastando con el dominio blanco del horizonte, ahí estaba, 20 km más y llegaba. Los turistas que van hasta allí durante el día suelen dejar comida, también hay baños y agua. Pero, ¿qué puede ser más romántico ver un atardecer en medio de un salar y acampar en él?
No tardé demasiado en buscar el lugar apropiado para echarme ya que éste nunca cambió desde hacía varias horas. Luego, a seguir el ritual de siempre: extender el nylon del piso, armar la carpa, clavar las estacas… ¡imposible! La sal es prácticamente una roca, no hay forma de enterrarlas más que 5 centímetros, si no se la clava y hay viento, no será una buena noche seguramente y sobre la sal solo hay sal. Aquí es donde saco el elemento que va a cambiar la situación. Una simple piedra traída hasta acá en el fondo de la alforja.
Se acerca la noche y la temperatura empieza a caer en picada. (Con la altura la densidad de la atmósfera disminuye y ésta no puede almacenar tanta radiación solar. Esto explica porque cuando estamos en altura, a la sombra nos helamos y al sol estamos a gusto). Saco mi MSR, luego de unos cuantos bombeos está listo para el menú del día: arroz con cebolla acompañado unos mates, contemplando uno de los mejores atardeceres que se pueden pedir. Soledad y paz.
19:30 me voy a dormir ya que quiero levantarme a las 5:30 para ver un prometedor amanecer. Lo cierto es que recién a las 10:30 pude abrir los ojos, la sal relaja evidentemente.
Mientras desarmaba los bártulos para partir, el juego era hacerle un baile poco elegante y desnudo a los turistas que pasaban a lo lejos en las 4×4 que se dirigían a la isla Incahuasi a pasar el día. El chiste se me dio vuelta cuando horas más tarde llego a la isla y me encuentro con todo mi público almorzando civilizadamente en mesas bajo gazebos blancos inmaculados. “Oh ahí está el hombre del culo blanco…” le comenta un inglés estirado a su señora esposa.
Un guía de la zona me comenta que muy cerca de donde dormí anoche, hace pocos años una familia tuvo una avería en su vehículo, se aventuraron a pie hasta la isla que estimaban cercana, los sorprendió la noche y nunca llegaron. 5 cruces en la sal así lo testifican.
También que un ciclista europeo se detuvo para tomar unas fotos y tras caminar solo unos pasos se desoriento y perdió de vista su bici. Lo encontraron un día después caminando a kilómetros de donde debería haberse dirigido. Tuvieron que pasar semanas hasta que dieran con su bicicleta. Es por eso que yo en absolutamente todas las fotos del salar salgo junto a mi bicicleta.
Luego de ser blanco de muchas preguntas (en varios idiomas) y fotos, me fui de la isla con mucha comida reglada. Doblando 90° a la derecha solo 50 km me separan de “tierra firme”.
No te pierdas el relato del tercer tramo – Salar Uyuni (BOL) a La Paz (BOL). Seguinos en Instagram para enterarte primero.
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