Brama en la Cordillera.
Enrique Petracchi, cazador y aficionado a las artes culinarias, en sus ratos libres se decidió a escribir algunas de sus salidas, acompañadas de las mejores recetas para aprovechar el trofeo del día. ¡Feliz lectura y mejor provecho!
Cuando terminan las vacaciones de verano con la familia, los cazadores ya nos ponemos ansiosos, los días hasta la brama se pasan volando. Marzo llega enseguida y ya estamos todos queriendo saber si los ciervos colorados empezaron a bramar. Llamamos a amigos y a conocidos en la Pampa, a otros guías en la Patagonia, y empezamos a especular con cuál será la mejor semana, si va a hacer el frío suficiente para que se larguen a bramar o no. Una vez reservada la fecha, la ansiedad lejos de disminuir aumenta y a medida que se acerca la fecha empezamos a consultar los pronósticos climáticos.
Queremos calcular lo incalculable, tratar de minimizar el error, analizar todas las variables. Todos los años hacemos lo mismo, es un ritual. Sabemos que es un sinsentido y sin embargo volvemos a intentar adivinar el comportamiento de los animales y del clima. Hablamos entre nosotros, intercambiamos opiniones, queremos escuchar en voz de otro, cosas que ya sabemos.
Queremos reafirmar nuestras convicciones, como que la segunda semana de marzo es la mejor, aunque en la cordillera braman más tarde, y ahí se arma otro intercambio. Es así, un ida y vuelta que no conduce a nada, ni siquiera nos brinda tranquilidad, solo hace que al compartir la desesperación la espera se nos haga más corta.
Por fin llegué, ya respiro la Patagonia. Siento que me incorporo a ella, que me mezclo entre sus lengas y ñires y puedo descansar en sus arroyos helados. El primer día como siempre es para organizar todo en el refugio y salir a la mañana siguiente a caballo montaña arriba. Después de un chivo al asador y buen vino, a dormir.
Antílopes en la madrugada. Otro relato de caza con receta de Enrique Petracchi
Unos mates y tortas fritas calentadas en la estufa a leña para ganar fuerzas. Ensillar los caballos y cargar sus alforjas, fusil descargado al hombro y a montar. Vamos subiendo teniendo el arroyo a nuestra derecha y el sol pinta la cima de la montaña de enfrente con su pico nevado mientras aún cabalgamos en las penumbras.
Somos 4 personas y 6 caballos. Dos cazadores, dos guías y dos caballos “pilcheros” con sus alforjas repletas de vino y comida. Subimos al tope del primer cerro y bajamos casi en la oscuridad entre los árboles hasta llegar al mallín. Ahora ya no se escucha el ruido del arroyo, solo los cascos de los caballos contra algunas piedras. No se distinguen bramidos todavía.
Llamativamente no hace frío y está despejado. Cruzamos un arroyo varias veces en un camino zigzagueante que los caballos parecen conocer de memoria.
El andar tranquilo de los caballos, la hora del día y la satisfacción de sentirme un privilegiado por estar en ese lugar mágico haciendo lo que me gusta, me reconforta y me invita a pensar. Abro mis sentidos y me voy adaptando al lugar, tratando de pasar inadvertido, de ser una parte más de ese paisaje. Pienso en mis hijos, que estarán haciendo a esa hora, seguramente dormidos y bien tapados en sus camas, y eso me reconforta. Pienso que muy pocas personas disfrutan de estos lugares como lo hacemos los cazadores, quizás no lleguen nunca a conocerlos y muchos tal vez ni siquiera lo deseen.
La ansiedad se fue, es todo calma, ya estoy cazando, todo lo que venga de acá en más será demasiado. Me viene a la mente esa publicidad que decía: hay cosas que el dinero no puede comprar. La tranquilidad se va cuando unas chaquetas amarillas hacen saltar la yegua de mi amigo haciéndolo perder por poco el equilibrio y el fusil.
Han pasado 6 horas desde que salimos, el sol pega en nuestras frentes, me saco la campera y ya veo el lugar donde vamos a acampar. Bajamos con las piernas entumecidas y armamos la carpa y un fuego; siempre un fuego, indispensable compañero. Almorzamos restos del chivo de anoche entre dos panes y a dormir la siesta una hora para la primera salida.
El nuevo integrante. Un relato de caza con receta de Enrique Petracci.
Pongo balas en el cargador, tapo la punta del caño con una cinta para evitar que se meta barro o ramas y al caballo de nuevo. Volvemos a cruzar el arroyo, pero acá está más caudaloso, el agua llega a la panza de los caballos. Pasamos por otro cerro y nos bajamos de los caballos. Los atamos a unos palos y sacamos las monturas para que pasten tranquilos. Me saco la campera y la dejo sobre el recado, hace calor realmente y al caminar me va a molestar más. Caminamos montaña arriba sin hablar. Se escuchan pájaros carpinteros golpeando los árboles y retumba en el valle. A lo lejos se percibe el murmurar del agua del arroyo golpeando contra las piedras. Nos sentamos sobre un tronco caído para mirar la montaña de enfrente con los binoculares. No se ven animales, tampoco se escuchan bramidos. Demasiado calor pienso, la segunda semana de marzo no era la mejor, aunque es temprano para conjeturas.
Caminando a tientas en la oscuridad volvimos a los caballos sin ver un solo ciervo. Ensillamos y vuelta al campamento.
El gordo ya había prendido el fuego, es un acuerdo tácito que el primero en llegar prepara el fuego y la comida, es una regla no escrita pero respetada a rajatabla, marcada en los principios de cualquier cazador. Atamos los caballos y voy al arroyo a tomar agua helada y mojarme la cara. La temperatura bajó varios grados, pero está agradable. Una polenta con queso fresco y rodajas de morcilla sentado en el piso, alrededor del fuego, es todo lo que necesito para sentirme pleno.
Salgo de la carpa a la mañana y el frío se hace sentir. Una nevisca cayó a la madrugada y dibujo recados blancos a los caballos. Me tomo unos mates, pan con manteca y ya escucho los primeros bramidos que suenan lejos. Esta vez salimos a caminar, sin los caballos, no pregunto el motivo. Subimos una montaña y la geografía va cambiando, pasamos de arbustos a árboles y luego solo a piedras. Me cuesta subirlas, el aire está helado y arriba la nieve es más espesa.
Llegamos a un peñasco y desde allí recorremos el paisaje con los binoculares, observando todos los lugares. En un claro, a unos 800 metros en el cerro de enfrente, se ve una cierva. Espero a ver si aparece el macho, pero parece estar sola y se mete nuevamente al monte. Ahora escucho un bramido inconfundible río abajo. Se escucha cerca, sin embargo, las distancias en las montañas son traicioneras y hay que medirlas más por el tiempo que tardamos en recorrerlas que por la distancia en sí. Quizás esté a 300 metros, pero hay que bajar la pendiente de piedras nevadas rápido, sin caerse ni ser oídos.
Tenemos el viento bien y es temprano aún, así que San Huberto parece estar con nosotros hoy. Bajamos despacio y escuchamos que vuelve a bramar. Está del otro lado del arroyo, parece lindo, me dice el guía susurrando y recién ahora conozco su voz. ¿Quiere que lo sigamos? Es una pregunta de una sola respuesta. Una vez que dejamos atrás las piedras y entramos en el bosque voy caminando tratando de no pisar las ramas, dando un paso a la vez, esforzándome por coincidir mis pisadas con las del guía para hacer un solo ruido, agachado.
La caza en el centro de las miradas. Una nota del Libro del 80ª Aniversario de AICACYP que no deberías dejar de leer.
El follaje no me deja ver más allá de 50 metros. Vuelve a bramar y ahora se siente como un rugido de un león del Serengeti, nos quedamos petrificados, inmóviles, casi sin respirar.
Es una fracción de segundo en la que no pasa nada y pasa todo. Ya tengo mi .300 en la mano. Pareciera que el mundo se hubiese parado, se callaron el pájaro carpintero, el arroyo, mi respiración, el bramido, escucho solo mis latidos. Siento que toda la sangre se queda frenada en mi corazón y que las pupilas solamente se permiten moverse para dilatarse y lograr identificar a la presa. Salido como de un cuento, de atrás de unas lengas veo aparecer al ciervo con una melena oscura y sus dos coronas completas. Instintivamente pongo la cruz de la mira en su paleta y aprieto el gatillo. Se rompe el silencio en el monte, y vuelve mi respiración, el arroyo y la voz del guía que me dice “buen tiro”. Me acerco despacio al ciervo para comprobar que esté muerto y recién ahora lo veo en su plenitud. Un ejemplar viejo con cornamentas gruesas y con 13 puntas.
Las recetas
Brochetas de ciervo y puré de berenjena ahumada
- Poner dos berenjenas grandes sobre las brasas 4 minutos por lado y retirar.
- Cortarlas por la mitad y con una cuchara sacar la pulpa.
- Pisarlas con aceite de oliva y sal.
- Retirar la parte fibrosa del lomo. Salar apenas.
- Cortarlo en rodajas de 3 cm de ancho y meterlos en una bolsa con aceite de oliva, limón, tomillo y pimienta, cerrar la bolsa y sacudir hasta que se embeba la carne.
- Cortar una rama firme y recta. Mojarla en agua.
- Pinchar un trozo de lomo, luego una panceta, luego morrón y cebolla cortada fina y otra de lomo.
- Apoyar las brochetas entre piedras y poner al fuego fuerte 2 minutos por lado.
Carpaccio de ciervo y pomelo rosado
- Enfriar el lomo en la heladera y cortarlo fino como fiambre.
- Llevarlo nuevamente a la heladera.
- Preparar jugo de 1 limón mezclado con aceite de oliva dejándolo caer en hilos.
- Cortar gajos de pomelo y retirarles la piel.
- Servir el lomo y los pomelos poniéndole el aliño arriba.
- Moler pimienta fresca y agregar alcaparras y sal.
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Leonardo Bombarelli
Buenos dias Enrique, te agradecere me pases info de la gente con la que cazaste y el lugar ya que me gustaria vivir una experiencia similar con una caceria con las mismas exigencias y el entorno en que usted realizo la misma. Desde ya agradezco su tiempo en pasarme la info y en escribir el relato. Saludos cordiales.