Buenos Aires por Arturo Pérez Reverte.
Artículo publicado en Revista La Nación en el cual el prestigioso escritor español cuenta sus sensaciones de su paso por el sur de la ciudad.
Viajar a Buenos Aires tiene para mí algo de peregrinaje: una especie de trayecto a cierta memoria imaginada que, como todo en la vida, tiene sus razones. Mi padre, que en su juventud era delgado y elegante, peinado hacia atrás y con fino bigote al estilo de la época –se parecía muchísimo al actor David Niven–, era un excelente bailarín de tangos, pericia necesaria en aquel tiempo para comerse una buena rosca, o dos. Y es el caso que Gardel y esta ciudad estuvieron muy presentes en la parte frívola de su vida, y siguieron estándolo años después. Cuando yo era niño lo oía canturrear tangos al afeitarse o cuando estaba de buen humor; y si hoy conozco la letra y música de una veintena es por habérselos escuchado docenas de veces a él: Silencio, El tapado de armiño, La cumparsita, Chorra, Mano a mano, Tomo y obligo, y sobre todo una obra maestra entre todos los tangos que en el mundo han sido, Yira, Yira, con esa frase perfecta, precisa y genial: Cuando estén secas las pilas / de todos los timbres / que vos apretás.
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Paseo por Buenos Aires con esas sensaciones en la cabeza, que vienen a fundirse con otras recientes, libros escritos y recuerdos vividos; con esa doble memoria, real e imaginada, que a menudo se mezcla hasta que es difícil distinguir una y otra. Deambulo así, evitando el barrio de La Boca –intransitable ya de turistas en chanclas y calzoncillos–, por Barracas, más duro y en absoluto visitado, miro el Riachuelo y como en El Puentecito como Mecha Inzunza y Max Costa, mi propio bailarín de tangos. Otras veces frecuento los alrededores de la plaza Dorrego, con sus hermosos balcones de hierro forjado y piedra, porque me gusta mucho este lugar los días de mercadillo viejo, cuando sus puestos callejeros exponen la resaca de tantos años y tantas vidas, aunque estoy más a gusto los días entre semana, que viene menos gente. Entonces puedo entrar con calma en las tiendas de anticuarios y visitar mis dos sitios predilectos: uno es el pasaje de la Defensa, con su suelo de baldosas blancas y negras, tiendecitas y oscuros rincones, en uno de los cuales –y esto lo juro por el cetro de Ottokar– vi hace años al fantasma de Borges, o tal vez era él mismo, jugando al ajedrez contra un espejo; el otro es el mercado cubierto que desde 1890 está entre las calles Estados Unidos, Carlos Calvo y Bolívar.
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Visitar el mercado de San Telmo me suscita siempre un estado de ánimo cercano a la felicidad. Los puestos de carne, verduras y comida ocupan su lugar habitual; y aunque las tiendecitas de anticuarios que los rodean son cada vez menos, quedan suficientes para mantener el carácter del lugar. Paseo entre ellas mirando de nuevo las vitrinas polvorientas, los objetos de venta imposible que reconozco tras cuarenta años viéndolos allí, a la espera del comprador que nunca llega: viejos juguetes, gramófonos, frascos vacíos de perfume, plata antigua, figurillas de porcelana, oxidados facones gauchos, relojes parados en tiempos de Eva Perón. Y compruebo, satisfecho, que al fondo del corredor de la izquierda sigue abierto uno de mis lugares más queridos, el de postales, sellos, fotografías añejas, estampas, libros, impresos con letras de tangos y cosas así. Fue aquí donde una vez compré el mejor retrato que conozco de Carlos Gardel: el morocho del Abasto en blanco y negro, en foto de verdad, con corbata y sonrisa devastadora bajo el ala de un impecable Borsalino.
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El caso es que me detengo, como de costumbre, a bichear un rato en la tiendecita: Dolly Dimple, Tango Bar, manoseados ejemplares de Gente y Playboy, números casi deshechos de El descamisado, fotos del viejo Buenos Aires, emigrantes bajando de un barco en Puerto Madero, el Parque Japonés, Serenata para Violeta, una primera edición de La razón de mi vida con foto de La Señora en la portada, postales cursis escritas con tinta desvaída y juramentos de amor eterno, docenas de instantáneas de novios que fueron jóvenes y guapos, centenares de retratos de familias de apariencia feliz a las que ya nadie recuerda; y, entre un cartel publicitario del analgésico Geniol y un gallardo militar que mira a la cámara soñando con gloriosas campañas, una jovencísima y linda rubia vestida de primera comunión, que sabe Dios en qué cementerio descansará ahora.
Estoy entre todo eso, como digo, tocando aquí y allá, cuando al levantar la vista encuentro la mirada del dueño de la tienda: un viejo conocido de pelo gris, que encoge los hombros como para justificarse y sonríe, melancólico. “Vendo nostalgias”, me dice. Y pienso que es una frase perfecta para este lugar y este día.
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