Carlos del Castillo, explorando el mar desde las alturas
En el Mes Nacional De Los Océanos la NASA destaca la labor de científicos hispanos que trabajan muy cerca del mar.
Carlos del Castillo aprendió a caminar en la playa. Desde entonces siguió dando pasos muy cerca del mar, incluso hoy, mientras observa el océano con imágenes tomadas desde el espacio.
Creció en Puerto Rico, rodeado del mar Caribe y del océano Atlántico. Todas sus vacaciones incluían agua salada; tuvo un bote antes de tener un automóvil. Viene de una familia con varios marinos mercantes. Se crió viendo las aventuras de Jacques Cousteau y tuvo un barco que venía con el nombre Calypso, igual que el del famoso explorador. Además de todo eso, le interesaba mucho la ciencia. En otras palabras, dice, convertirse en oceanógrafo le fue “casi inevitable”.
Del Castillo ha estudiado los océanos mojándose las manos, manejando instrumentos de laboratorio, y también observando imágenes que parecen “una pintura impresionista”, dice, tomadas por los satélites de observación de la Tierra de la NASA.
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Su carrera comenzó en la Universidad de Puerto Rico, donde estudió los efectos de la contaminación por petróleo en ambientes marinos tropicales. Más adelante, en la Universidad del Sur de Florida, se interesó por la biogeoquímica del carbono orgánico y el ciclo del carbono. Combinó sensores remotos con experimentos de campo y laboratorio para estudiar los procesos biogeoquímicos y físicos en los océanos.
La NASA llegó a él gracias a la materia orgánica coloreada, una serie de compuestos orgánicos que confieren al agua de los ríos un color similar al del té. Resulta que esta materia interfiere con las medidas tomadas por los satélites desde el espacio, al solapar la señal que se obtiene del fitoplancton, uno de los datos que permiten conocer la salud de los océanos. Y Del Castillo ya era un experto en hacer análisis químicos del agua.
A raíz de eso, un investigador de la NASA lo reclutó para trabajar en un programa del Centro Espacial Stennis, en Mississippi, relacionado con estudios costeros, donde esa materia orgánica coloreada es muy importante. “Y de ahí una cosa llevó a la otra”, cuenta Del Castillo, que hoy en día dirige el Laboratorio de Ecología Oceánica del Centro de Vuelo Espacial Goddard de la NASA en Greenbelt, Maryland.
Cuenta que si bien mucha gente piensa que los estudios oceanográficos se hacen con embarcaciones y enviando buzos al fondo del mar, hay una forma mucho más eficiente de estudiar la diversidad oceánica: desde el espacio. “Los barcos oceanográficos y las medidas que tomamos en el océano son sumamente importantes, pero lo que nos dan es como si fuera una pequeña fotografía en el tiempo”, dice. Además, los buques son sumamente lentos: “Pueden pasar un mes en el océano y en realidad lo que uno ve es un pedacito. Sin embargo, con un satélite uno puede ver el planeta completo en un día”, explica.
Los satélites permiten a los científicos observar los procesos biogeoquímicos del planeta a lo largo del tiempo. Y la NASA ya cuenta con datos tomados durante más de 20 años. La clave está en combinar la información obtenida a partir de la teledetección, con los datos obtenidos en el campo. Eso permite tener una imagen más completa de lo que está pasando en el agua.
Desde el espacio, los científicos como Del Castillo estudian los océanos a través del color, ya que este es “una expresión de lo que hay en el agua”, dice. Hasta ahora, la tecnología disponible permite ver pocos colores. Pero eso está por cambiar.
La misión Plancton, Aerosol, Nube, Ecosistema oceánico (PACE, por sus siglas en inglés) de la NASA llevará al espacio un satélite capaz de ver los océanos como ningún otro en la historia de la agencia. PACE cuenta con sensores hiperespectrales, que podrán recopilar datos en todo el espectro visible y capturar información más allá de la parte visible, incluidos los rayos ultravioleta e infrarrojos de onda corta.
Los científicos sabrán no solo cuánta clorofila hay, sino también qué organismos la están produciendo. “Una de las grandes importancias de esto es que no todos los tipos de fitoplancton tienen la misma función ecológica. No todos cocinan el carbono de la misma manera, no todos tienen el mismo lugar en la cadena alimenticia”, dice Del Castillo. Lo compara con un salad bar: a no todo el mundo le gusta el brócoli, y con los peces es lo mismo. Conocer qué lugar en la cadena alimenticia ocupan los diferentes organismos que producen la clorofila permitirá comprender mejor la ecología de los océanos.
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Del Castillo sabe de la complejidad del océano desde muy joven. Recuerda con claridad la primera vez que atrapó un pez: fue en el muelle de la Bahía de Mayagüez, en Puerto Rico. Era un pez pequeño, aunque para él era enorme. “Eso creó esta fiebre de seguir yendo al mar y seguir pescando”, dice y agrega: “La pesca es muy compleja, y uno tiene que conocer el mar”.
Tras años de observar imágenes satelitales, Del Castillo ha confirmado que el mar es mucho más complejo de lo que las personas suelen pensar y no una masa de agua donde todo es más o menos igual. “Cuando miramos una serie de tiempo de clorofila en el océano y en el planeta, vemos cómo va cambiando; surgiendo el verde, reduciéndose el verde. Es un organismo respirando”, comenta.
Y es un organismo en peligro. Según Del Castillo, dos de los principales problemas para el ecosistema marino están causados por la misma fuente: el aumento de la concentración de dióxido de carbono (CO₂). Este causa el calentamiento del planeta y, por ende, del océano. También lo acidifica: “Esto es una química sencilla, CO₂ se mete en el agua y se forma ácido carbónico”, explica. La acidificación del agua es perjudicial para muchos organismos, como los corales.
Ese mismo calentamiento hace que los glaciares y las capas polares se derritan, y esa agua dulce entra al océano, aumentando su nivel. El crecimiento del nivel del mar es “un gran problema porque la mayor parte de la población vive en ciudades costeras”, dice Del Castillo. “La tragedia va a ser que va haber un gran desplazamiento poblacional”, un efecto que ya estamos viendo, agrega.
Del Castillo comenzó su carrera como investigador realizando trabajo de campo, coleccionando muestras de agua y de sedimento mientras era “devorado por mosquitos y atacado por peces”. Pasaba largas horas en el laboratorio analizando los datos; luego desarrolló “el arte de plasmar en papel” los resultados y, más adelante, las propuestas de investigación. Ahora, como director de programa en la NASA, dice que disfruta de crear las condiciones para que otros científicos de su equipo puedan hacer su mejor trabajo. Su rol actual le permite hacer algo que disfruta mucho: desarrollar “la visión estratégica de cuál es la siguiente pregunta de investigación que va a tener importancia y cómo nos preparamos para contestar esa pregunta”.
Como científico, se preocupa por cultivar intereses más allá de la ciencia: toca el piano, la guitarra y el ukelele. Lee mucho, incluyendo poesía. Dice que la idea es, simplemente, “pensar en otras cosas”, porque al fin y al cabo, la utilidad de la ciencia es aplicar el resultado del trabajo científico para algo que beneficie a la sociedad, “y si uno no entiende a la sociedad, si uno no tiene un contexto de política pública, ese paso no ocurre”.
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