Un instinto primario e invencible que acompaña al ser humano a lo largo de toda su vida
Columna de opinión publicada en ABC, España
Un ser humano abandona el hogar y se interna en el bosque con un arma al hombro dispuesto a soportar frío, lluvia y agotamiento. ¿Qué impulsos lo mueven? La inclinación a cazar es tan antigua como el ser humano, está inscrita en nuestra memoria biología. Nuestros primitivos ancestros han dejado en nosotros una impronta indeleble, «somos cazadores porque descendemos de cazadores» (M. Elegido, Los libros de la caza española).
Aunque haya quien no lo acepte, cazar es consustancial a nuestro ser. Significa volver a las recónditas raíces humanas, al contacto con la naturaleza primigenia. Implica volver a ser paleolítico por unas horas, evadirse del quehacer habitual para sumergirse en la naturaleza salvaje. Este instinto primario e invencible acompaña al ser humano a lo largo de toda su vida, es una llamada a regresar a las intensas vivencias grabadas en nuestros cromosomas.
La experiencia venatoria no se puede explicar, sino sentir; sólo quien caza conoce la inefable tensión que se siente ante la visión de la pieza. Miguel Delibes lo expone magistralmente en sus obras. Así, el Barbas, protagonista de ‘La caza de la perdiz roja’, comenta: «Digo yo que qué tendrá esto de la caza que cuando le agarra a uno, uno acaba siendo esclavo de ella»; en ‘Diario de un cazador’, Lorenzo explica: «Me oía el corazón» y «Sentía una cosa en el pecho que no me dejaba respirar».
La caza en el centro de las miradas. Una nota del Libro del 80° Aniversario de AICACYP que no deberías dejar de leer.
Para saber lo que es la caza se necesita cazar, es preciso percibir sus sensaciones. Es una emoción contenida. El cazador vibra porque da rienda suelta a su tendencia al riesgo y la aventura. La actividad cinegética representa evadirse de la civilización a un mundo de enfrentamientos con las especies, separarse del terreno racional para resucitar formas remotas de vivir. Ante la expectativa del lance se estimulan nuestras facultades de vista, oído, mimetismo, acecho, hasta el punto de generar una naturaleza repleta de gozo. Con la caza nos desprendemos de nuestras inquietudes cotidianas para hacer un viaje a la felicidad, un retorno a un mundo saturado de flora y salvajina para fundirnos con ambos en una unión placentera.
Ahora bien, cazar no es únicamente matar, éste no es el propósito exclusivo de la caza. Salir al campo con la ilusión de apoderarse de una pieza, lograr su presencia tras horas de cansancio, percibir la dirección del viento que nos delata, arrostrar las inclemencias del tiempo, conservar la sangre fría para no errar… La actividad venatoria implica pugna con la naturaleza y con uno mismo, y es esto lo que concede el derecho al disparo. Por tanto, «no se caza para matar, se mata por haber cazado» (Ortega y Gasset, ‘Prólogo’ a 20 años de caza mayor).
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Conviene aclarar, para los escépticos, que el verdadero cazador no siente animadversión hacia los animales. No abriga inquina ni odio. Muy al contrario, es un amante de la naturaleza tanto en su vertiente de flora como de fauna. Es, por tanto, cazador, no verdugo, y siente gran respeto por las criaturas que persigue, a la vez que lástima por la necesaria occisión del animal.
Somos a la vez carnívoros y vegetarianos. El hombre «se pasa la vida dudando entre ser una oveja o ser un tigre» (Ortega y Gasset, obra citada) y, sin vacilación, nos inclinamos por lo segundo. La caza ha sido, es y será esencia del ser humano, sustancia inherente de nuestra vida. Somos a un tiempo hombres de hoy y hombres primitivos. Nuestro atávico instinto básico se impone.
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