Las últimas sirenas de África
El deterioro de su hábitat y la pesca ilegal acorralan al manatí africano, una especie envuelta en un halo de misterio alimentado por las leyendas.
“Nosotros, los diola (NR. Los diola son un grupo étnico que se encuentra en el actual Senegal, Gambia y Guinea-Bisáu.), no los podemos pescar. Para atrapar uno debes tener poderes místicos, está prohibido por la tradición”. Sentado junto a la orilla del río Casamance, el fornido Louis Diatta escudriña la superficie del agua y habla de unos extraños animales que lo habitan como si fueran personas. “Son como nosotros. Las hembras tienen pechos y amamantan a sus bebés, van en familia. En lugar de brazos y piernas tienen aletas, pero cuando los miras a los ojos te sorprendes, es como si fueran medio humanos”, añade. La Pointe de Saint George es de los pocos lugares de Senegal donde se puede observar a los manatíes de África occidental, una especie amenazada y rodeada de misterios. Eso, si tienes suerte, porque como buenos animales de leyenda son tímidos y esquivos.
Aunque la captura, venta y consumo del manatí de África occidental están formalmente prohibidos desde 2013, lo cierto es que existe un floreciente comercio ilegal con destino sobre todo a países asiáticos de carne, piel y aceite de manatí, a los que se atribuyen propiedades curativas. Esta pesca, unida a la contaminación, las presas, la desaparición del manglar y las capturas accidentales, acorralan a este sirénido del que se estima que quedan menos de 10.000 ejemplares repartidos por las aguas costeras y estuarios de una decena de países. La Pointe de Saint George, una torre de observación, hoy pendiente de restauración, se levanta sobre la playa para que los turistas intenten hacerse con una preciada imagen del Trichechus senegalensis. “Aquí cerca hay una fuente de agua dulce y a los baliali (su nombre en diola) les gusta venir a beber”, comenta Diatta.
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El camino hasta este paraje es tan mágico como los propios manatíes. En apenas nueve kilómetros se atraviesa por en medio de enormes flamboyanes y baobabs, campos de arroz y manglares, pisando el sendero que unía a este pueblo con el resto del mundo. Aquí y allá, como no podía ser de otra manera entre el pueblo diola, se pueden ver huesos de animales y calabazas colocados con cuidado. “Son los fetiches. Este es el protector del camino”, señala Kanyar, un guía local, “por eso es un lugar seguro”. Si alguien encuentra algún objeto perdido, tiene la obligación de depositarlo aquí. En una ocasión, un turista se dejó por descuido su valiosa cámara de fotos sobre una rama. “Al día siguiente estaba junto al fetiche”, cuenta Kanyar con una sonrisa.
El mismo respeto a las tradiciones de sus ancestros, que les hace devolver los objetos que encuentran, les impide capturar manatíes, aunque a veces estos quedan atrapados en las redes de los pescadores de gambas y mueren asfixiados. “Lo he visto más de una vez. A quien le ocurra esto tiene la obligación de notificarlo a las autoridades, porque de lo contrario le puede caer una buena multa. Son accidentes”, comenta Diatta, quien ha bautizado a su campamento junto a la playa como Le Lamantin, el nombre en francés de este animal. Los descuidos y confusiones han estado siempre muy presentes en la mitología del manatí.
Se estima que quedan menos de 10.000 ejemplares de manatíes repartidos por las aguas costeras y estuarios de una decena de países
Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo y justo después de su boda, una pareja de recién casados acudió a una laguna a bañarse y que, estando solos y al abrigo de miradas indiscretas, comenzaron a practicar sexo. Sin embargo, el padre de la novia quiso también ir a refrescarse y se tropezó por sorpresa con los jóvenes amantes. Tanta fue la vergüenza que sintió la pareja que decidieron quedarse para siempre en el agua y así fue como se convirtieron en manatíes. Esta es la historia que los diolas cuentan a sus hijos y que, entremezclado con el tabú de la desnudez y el sexo, refuerza el carácter medio humano del animal.
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En el archipiélago de Bijagos de la vecina Guinea-Bisáu se les identifica con la leyenda de Mami Wata, una divinidad acuática que se describe a menudo como un ente femenino, mitad humano y mitad pez, a la vez extraordinaria y poderosa. Según la tradición, Mami Wata secuestra a bañistas o viajeros perdidos y, si les permite regresar, les dota de una inteligencia y sabiduría singular. Esta diosa, cuyo culto también está presente en el vudú del Caribe y América, adonde llegó de la mano de los esclavos desde Benín y Nigeria, está ligada también a la promiscuidad sexual, como en el caso de las historias diolas.
Para los habitantes de la Pointe de Saint George, al igual que para los vecinos de Bijagos, los manatíes se han convertido en un atractivo turístico. Sin embargo, el escaso apoyo gubernamental hace que sean ellos mismos quienes desarrollan las iniciativas. “La torre de observación lleva tiempo estropeada, estamos mirando para repararla los propios pescadores”, comenta Diatta. Mientras sus primos de Florida o el Amazonas han merecido un gran interés para su conservación y numerosas investigaciones, protegidos desde 1975, el manatí africano tuvo que esperar 38 años para obtener la misma consideración, según denuncia la asociación Robin de Bois. Todo ello, pese a que este herbívoro, que puede medir más de dos metros y pesar unos 500 kilos, es fundamental para controlar el crecimiento de las especies herbáceas invasoras en los ríos y lagunas de la región.
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Lejos del glamour mediático de leones, jirafas o elefantes, los manatíes africanos se enfrentan a numerosos peligros por la acción humana. Incluso el cambio climático y la subida de la temperatura de las aguas tranquilas donde viven les está afectando. Uno de los problemas es su baja tasa de reproducción: las hembras tienen tan solo un bebé tras un embarazo que dura de 12 a 14 meses, a lo que sigue un periodo de lactancia de dos años. Ya desaparecido en República Centroafricana y probablemente en Burkina Faso, Angola, Níger, Malí y Chad, esta vaca marina, como también se la conoce, resiste en espacios muy limitados de los países costeros, desde Senegal hasta Guinea Ecuatorial.
Por José Naranjo para EL PAIS
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