“Era el mejor país del mundo”. Trabajó en la Italia fascista, llegó a la Argentina como polizón y fundó un imperio
Eugenio Schlifka Suranyi nació en Hungría, se formó como artesano del vidrio en Murano, Italia, y años más tarde fundó la empresa de termos más importante del país.
Poco antes de que la primera Gran Guerra terminara, una bala enemiga devolvió a Herman Schlifka del frente alemán a su patria, Hungría. Herido y frustrado, regresó con su mujer, Teresa Bilfeld, y con sus dos hijos, Royi y Tibor. Fundaron su hogar en un barrio judío dentro de la zona baja de Budapest.
Allí nació Eugenio Schlifka Suranyi, el benjamín de la familia. Fue un acontecimiento de lo menos esperado. Una sorpresa que, después de una alegría momentánea, se convirtió en la antesala de una tragedia.
Eugenio nació en septiembre y su madre murió en octubre. El cuerpo de Teresa solo resistió la gripe española por el embarazo. Después del parto, la fiebre la consumió a las pocas semanas.
La familia sobrevivió con ahorros y una débil pensión militar. Eugenio desarrolló una gran creatividad. La mecánica lo hipnotizaban. Para él era fascinante que algo sin vida se moviera impulsado sólo a vapor. Era hijo de la revolución industrial y quería aprender todo lo que pudiese de ese tema.
Cursó la secundaria en un colegio técnico-industrial de Budapest. Allí encontró la materia prima que usaría luego para construir el imperio de termos llamado Lumilagro, pero antes pasaron muchas cosas…
Cristal de Murano
En el técnico-industrial, Eugenio conoció al profesor que marcó su vida. Lo recordaría luego como ‘el señor Kumaroni’, fue quien le enseñó a hacer artesanías con vidrio. Aprendió a fundir arena, a soplar con dedicación, a crear figuras.
Era una época difícil, especialmente en Europa: el nazismo y el fascismo estaban en su apogeo. En 1937, Benito Mussolini invitó a su aliado más cercano y poderoso a visitar Italia. Quería que Adolf Hitler conociera la “Italia moderna”. Y, por ello, convocó a obreros de todas las naciones amigas para ayudarlo a construir la imagen vanguardista que buscaba.
Eugenio escuchó que el gobierno italiano buscaba obreros que supieran trabajar el vidrio. Era una convocatoria solo para jóvenes que conocieran el oficio. “El anuncio decía que serían seis meses de trabajo en un taller en Roma. Mi padre quiso ir desde el momento en el que lo leyó. Era la única oportunidad que tuvo de conseguir un pasaporte sin ir a la guerra”, explica su hijo, Eduardo Schlifka Suranyi (70).
Eugenio trabajó durante seis meses en una fábrica de luces de neón. Cuando se venció el programa, escapó hacia Murano, una ciudad vecina a Venecia famosa por sus artesanías con vidrio.
Ingresó como aprendiz en un taller y, para sobrevivir, aceptó todos los trabajos que le ofrecieron, incluso los más insólitos. “Una vez consiguió trabajo con un dentista, con el que iba de pueblo en pueblo atendiendo pacientes. Mi papá se encargaba de agarrar a los pacientes, de sostenerlos fuerte para que no molieran a piñas al dentista”, recuerda Eduardo.
Poco a poco, Eugenio se fue enfocando en su pasión: el vidrio. Comenzó a trabajar en talleres de vidrio soplado. Pero ya no como aprendiz, sino como artista. Parecía que todo el esfuerzo había valido la pena. Sin embargo, su suerte cambió de un día a otro.
El 18 de septiembre de 1938, Mussolini subió al balcón del ayuntamiento de Trieste y leyó “las leyes para la defensa de la raza”. Un decreto que fue específicamente diseñado en contra del pueblo judío.
Eugenio intentó por todos los medios ocultar su identidad: no salía mucho de casa, dejó de usar su primer apellido e inventó el “Suranyi”. Pero pronto comprendió que en esa vida clandestina siempre estaría en peligro y jamás lograría progresar.
Una noche, en un bar, de gran charla con un amigo húngaro, resolvió que debía salir del país. “El amigo le contó que conocía a una compañía de bailarinas que viajaban por diferentes partes del mundo haciendo espectáculos de varieté. Ellas le contaron que el mejor lugar del mundo era la Argentina”, detalla Eduardo.
Según las bailarinas, la Argentina era un país “de fiesta”: había dinero y, lo mejor de todo, no había problemas raciales. Así que Eugenio abrió un mapa, buscó “Argentina” (no tenía idea de dónde quedaba) y comenzó a idear su travesía. El marido de su hermana, Ladislao Falus, lo ayudó.
Ladislao tenía amigos influyentes en Europa e hizo los arreglos para que Eugenio abordase el Neptunia, un transatlántico que frecuentemente iba a Buenos Aires. Sin embargo, su condición de judío también dificultó su entrada en la Argentina.
El ministerio de Relaciones Exteriores argentino había emitido recientemente la Circular 11, una resolución secreta cuyo objetivo era impedir el ingreso de “gente indeseable”. Si bien no lo decía abiertamente, la medida apuntaba directamente contra judíos y refugiados del nazismo y fascismo europeo. “Pero esto pasaba en varios países. Solo Bolivia admitía a mi padre sin problema”, explica Eduardo.
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Eugenio abordó el Neptunia y convenció a un oficial para que dejase entrar a dos compañeros como polizones. “El problema es que no tenían dinero para pagarle al oficial lo que habían acordado. Al final, los tres terminaron trabajando en el barco para pagar los pasajes”, añade Eduardo. El primero de septiembre de 1939, el mismo día que estalló la Segunda Guerra Mundial, llegó a la Argentina con un maletín y lo puesto: un traje de verano.
“De este país yo no me muevo”
Eugenio entró al país sin hacer el trámite de Migraciones y se instaló en un conventillo de Constitución. Después de unos días en Buenos Aires llegó a dos conclusiones. Primero, que todo el mundo necesitaba a alguien con ganas de trabajar. Segundo, que la comida era increíble.
-¿Por qué le gustó tanto Buenos Aires a su padre, Eduardo?
-Una de las primeras cosas que comió fue una milanesa. Cuando vio al mozo llegar con un pedazo de bife más grande que el plato quedó desconcertado. Como no se veía el plato, pensó que el mozo estaba agarrando la carne con la mano. Cuando finalmente el mozo puso la milanesa en el centro de la mesa, creyó que tenía compartirla con todos. Cuando finalmente entendió que la porción era enorme y que “todo eso” era para él solo, dijo: “De este país yo no me muevo”. Poco después trajo a su hermana, con su cuñado Ladislao, y a la hija del matrimonio, Teresa.
En el país todos necesitan termos
Eduardo no sabe con precisión por cuánto tiempo su padre trabajó en relación de dependencia. Lo que sí sabe es que pronto armó su propio taller de vidrio soplado. En su monoambiente (la habitación de la pensión) instaló un pequeño horno donde moldeaba el vidrio. Todo se hacía de forma manual. Pronto comenzó a fabricar artesanías, como las que había visto en Murano. Iba de tienda en tienda ofreciéndolas y, después de poco tiempo, se armó una buena clientela.
En el 1941 se fundó Lumilagro. Era una pequeña empresa de vasos térmicos que funcionaba, también, en un cuarto en el barrio de Constitución. Pero no tenía ninguna relación con Eugenio: la fundaron cuatro socios cuyos apellidos eran Lubitsch, Mitelbach, Lapaco y Grossman.
-¿Por qué llamaron a la empresa Lumilagro?
-Mi padre me cuenta que los cuatro socios fundadores discutieron mucho por el nombre de la empresa. Un día, harta de debates, la secretaria tomó un papel y juntó las primeras letras de cada apellido. De ahí Lumilagro.
-¿Cómo llegó su padre a Lumilagro?
–Todo fue gracias a la crisis de importaciones por la Segunda Guerra Mundial. Harrods era el principal vendedor de termos del país. Sin embargo, a partir de 1941 dejaron de traerlos. Un buen día, un hombre se acercó al taller de mi padre para hacer un pedido. Quería que fabricara termos. Como mi padre no sabía de qué le hablaba, no conocía los termos, el señor le dio uno de muestra. Lo primero que preguntó mi padre fue ‘¿lo puedo romper?’… Él siempre tenía que romper las cosas para comprender cómo funcionaban.
Finalmente entendió que debía fabricar dos botellas de vidrio de diferentes tamaños y luego soldarlas, una dentro de la otra, con un espacio de aire entre sí. Era complicado, especialmente porque todo se fabricaba con vidrio soplado a pulmón y con un horno hecho de ladrillos. Aun así, Eugenio lo logró y comenzó a producir.
En 1941, el mismo año de la fundación de Lumilagro, Eduardo y su cuñado Ladislao crearon su propia empresa de termos. La llamaron Industria Argentina de Vidrios y Afines (IAVA). Durante un tiempo, Lumilagro y IAVA compitieron por el mercado. Sin embargo, el destino dio un giro especial a la historia. Cuenta Eduardo: “Por suerte para nosotros, los socios de Lumilagro se pelearon y los encargados de la producción de termos dejaron la empresa. Solo quedaron los dos referentes comerciales. Estos señores se juntaron con mi padre y con Ladislao, que ya eran expertos en la producción, y decidieron fusionar las dos compañías”. Lumilagro-IAVA se convirtieron en la misma empresa, dirigida por cuatro socios.
La producción creció de forma sostenida. En poco tiempo dejaron la habitación de Constitución e instalaron una fábrica de termos en un local de la calle Mosconi, en Villa Urquiza. Más tarde se mudaron a un galpón, en el mismo barrio. En 1960 Lumilagro vendía 20.000 termos por mes.
“Nos transformamos en el peor momento”
Para 1970, Lumilagro era una empresa importante, pero tenía un límite de producción. “Yo comencé a trabajar en la fábrica 1976. Con mi padre comprendimos que Lumilagro no tendría futuro si no cambiábamos la forma en la que hacíamos los termos. Nuestra producción era semi artesanal y requería muchísimos obreros sopladores”, explica Eduardo. Fue entonces cuando decidieron automatizar todo el proceso. Fueron a Italia y pagaron fortunas por las mejores máquinas de la industria.
Lumilagro quedó muy ahogada tras semejante inversión, pero lo peor ocurrió unos meses después: “Vino la crisis de Martínez de Hoz y la empresa se quedó sin dinero. Evidentemente, nos transformamos en el peor momento”, se lamenta Eduardo. Los socios mantuvieron la empresa funcionamiento inyectando dinero de su propio bolsillo.
Fue el período más difícil en la historia de Lumilagro. Recién lograron revertirlo a principios de los 80. “Cuando llegó la buena, nos agarró con máquinas nuevas. Las ventas explotaron. Ahí también se integró mi primo Jorge Nadler, que vivía en la fábrica y aprendió todo. Él gerenció la producción, supervisó el día a día, mientras que yo me dedicaba a la parte comercial. Ahora es socio de la empresa”, añade Eduardo. En pocos años pasaron a producir alrededor de 400.000 termos por mes.
Con su idea de seguir creciendo, Eugenio compró una pequeña fábrica para hacer autopartes y otros componentes: espejos retrovisores, puertas de heladeras, entre otros objetos del estilo. Fiat, Ford y otras automotrices que se instalaron en la Argentina pronto se convirtieron en clientes. La fábrica se llamaba Fundición y Talleres Metalúrgicos (Fitam), fue el brazo derecho de Eugenio hasta finales de los 80. “Pero con la liberación de las importaciones, no pudimos competir. No quebró, pero fue implosionando y terminó por desaparecer”, repasa Eduardo.
“Un cascarón vacío”
Poco después de la caída de Fitam, Eugenio manejaba su auto cuando, de pronto, se perdió. Fueron tan solo unos segundos, pero lo comentó con su hijo. “Cuando me vio, me dijo: ‘¿Cómo puede ser que no me di cuenta de dónde estaba, si paso todos los días por ahí?’. Se perdió un par de veces más hasta que fuimos al médico. Lo diagnosticaron con Alzheimer”, recuerda Eduardo.
Durante una década, la enfermedad lo fue desgastando poco a poco. Pudo seguir trabajando hasta 1996. Después siguió visitando la fábrica, le encantaba hablar con sus antiguos empleados. “Fue muy duro verlo empeorar, es una enfermedad muy dura. Él no sufre, los que sufrimos somos nosotros, el resto”, detalla.
Eduardo Schlifka Suranyi evoca con emoción la vida de su padre. Y, con mucho orgullo, lo destaca como un empresario exitoso fiel a la Argentina, el país que le dio la oportunidad de crecer: “Yo siempre le decía: ‘Te pudiste haber ido a Estados Unidos en cualquier momento, tenías la plata para vivir en cualquier lado… ¿por qué te quedaste acá?’. Y él me respondía: ‘Es que la Argentina era el mejor país del mundo’…”, recuerda Eduardo.
Matías Avramow – LA NACION
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