Una recorrida por la especial relación entre el hombre y los animales
3 de septiembre de 2024. Cazar ha sido para el hombre, durante largos milenios, una ocupación vital, actividad inexcusable de la que dependía la propia subsistencia, la de su pareja y su prole.
La capacidad de supervivencia de la especie humana ha estado condicionada por el desarrollo de sus aptitudes para capturar animales que pudieran servirle de alimento y aportarle las proteínas que debían completar la parca dieta vegetal, que no podía ser muy abundante y rica antes de inventarse la agricultura. Esta situación duró miles de años.
La agudeza visual, la rapidez y la resistencia en la carrera, la astucia para disponer trampas o estrategias de aproximación y cerco, el ingenio y habilidad para construir armas que alargaran sus brazos o diera contundencia a su mano, fueron cualidades indispensables para el hombre paleolítico.
Algo aún más esencial para la evolución de nuestra especie fue exigido por la necesidad de cazar y no ser cazador, el espíritu de cooperación, la ayuda mutua para capturar la presa y para evitar ser presa de otras especies. Cazar en compañía o en sociedad ha sido la clave del éxito en la lucha por la existencia de la humanidad primitiva.
La asociación impulsó a establecer un lenguaje y unas normas de convivencia. El progresivo desarrollo del cerebro y de la mano, de la fijación de eficientes pautas de conducta, han sido causa y efecto del modo de vida adoptado por nuestros ancestros. Siempre requirió más inteligencia capturar un animal salvaje que recoger un fruto.
La caza en el centro de las miradas. Una nota del Libro del 80° Aniversario de AICACYP que no deberías dejar de leer.
Con sus limitados y poco especializados medios anatómicos, y con elementales instrumentos de piedra y palo, la especie humana tuvo que soportar la rigurosa presión selectiva de la naturaleza.
Todo lo superaron nuestros antepasados, y por eso vivimos nosotros, a fuerza de valentía, inteligencia, fortaleza física y moral, en una equilibrada proporción de agresividad y benevolencia, de audacia y prudencia, de dureza y ternura.
Una especial relación afectiva tuvo que darse entre el hombre y las especies que cazaba. En ellas tenía el hombre su alimento indispensable, de ellas dependía su vida. ¿Cómo podría dejar de amarlas ? Vivía por ellas y de ellas, soñaba con ellas.
Las pinturas rupestres son sueños de amor en la oscuridad de las cavernas protectoras. El hombre de Altamira soñaba con bisontes, y con la hermosa cierva deseándole fecundidad.
Cazar es una peripecia dramática en la que hay goce y sufrimiento, pero no crueldad, sino más bien amor. El cazador es un enamorado de la especie que caza y de esa actitud nació la domesticación de algunos animales.
No fue fácil para el hombre dedicarse a conservar vivos algunos animales capturados, y en vez de saciar con ellos su hambre, cuidarlos, alimentarlos y facilitar su reproducción a riesgo de que fueran devorados por vecinos competidores, hombres o fieras. Parecida dificultad implicaba renunciar al consumo inmediato de granos comestibles, y sembrarlos teniendo que esperar largos meses para que se multiplicaran en un ciclo vegetativo.
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Nacidas así la ganadería y la agricultura, introdujeron cambios profundos en la forma de vida humana. El hombre ya no tuvo que cazar para comer, la multiplicación de provisiones permitió la expansión demográfica y la organización social de hizo necesariamente más compleja, los indiscutidos valores de la civilización dieron al hombre el triunfo definitivo sobre las demás especies, y con la revolución industrial, un asombroso dominio de la naturaleza (capacidad que puede convertirse en la ruina de las generaciones venideras)
Pero el proceso que arranca con la revolución agrícola cuenta apenas diez mil años, la humanidad lleva existiendo miles de siglos, durante un millón de años el hombre ha dependido de la caza, y para el género de vida del cazador han sido seleccionados sus resortes biológicos y sus pautas de conducta instintiva.
Esa disposición natural de nuestra psicología no puede menos que resistirse y protestar ante lo artificial de nuestra vida actual, predominantemente urbana, sometida a disciplinas y trabajos (tormentos, según la etimología de ambos vocablos) a los que tenemos que ajustarnos según nuestra situación social. Por eso el hombre tiene ansiedad de naturaleza, contacto con el campo, el mar, el río o la montaña. Por eso mismo deja las grandes ciudades vacías en cuanto dispone de unos días libres. Las deseadas vacaciones, deberían llamarse liberaciones, porque lo que deseamos no es vaguear sino liberarnos de las ataduras de nuestra vida cotidiana.
Es evidente que para nuestro equilibrio psíquico necesitamos realizar alguna actividad deportiva, un ejercicio físico y mental desinteresado, y entre todos los deportes, ninguno es tan natural y que encaje mejor con nuestra naturaleza como el deporte de la caza.
La felicidad que encontramos en el ejercicio de la caza responde a un atavismo en el que reproducimos las emociones que sintieron nuestros antepasados a lo largo de miles de generaciones.
El goce de cazar está en proporción directa con el esfuerzo muscular requerido para aproximarnos, descubrir y levantar la caza, y con la dificultad de abatirla.
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Carlos Nesci
Muy buena nota, condensa con gracia y estilo lo que sabemos y experimentamos quienes practicamos la caza sustentable. Felicitaciones!