La corredora de Schrodinger.
“No queremos vivir en frascos de formol para que no se nos toque, o no se nos juzgue, o no se nos mate”. Reproducción del Artículo de Irene de Haro en Trailrun.es
Cuando salgo a correr, a veces a deshoras, estoy viva y muerta a la vez.
Encaro el sendero que empieza en una acequia. A veces su agua está estancada. No es un camino revirado, pero tiene puntos ciegos. Nadie está seguro de quién lo habitará en la siguiente curva.
Metro a metro, me voy salvando. Paso las zonas de las huertas, donde hay presencia humana que trabaja según las distintas épocas del año. Cuando estoy a su altura, siempre doy los buenos días. Con voz muy alta. Y muy clara. “Que me vean”, pienso. “Que si luego alguien pregunta, que ellos digan que sí, que por allí pasé”. Voy dejando pistas, como migas de pan por si en algún momento han de buscar mi cuerpo. Para que sea más fácil. Para que lleve menos tiempo.
Recorro el camino entre los árboles. Paso por el pueblo. Ese es un momento dulce en la ruta. Hay civilización. Gente que pasa. Gente que te oye. Esos minutos son de asueto, y se me ve avanzar con mi asfixia perpetua, porque ese tramo es siempre cuesta arriba y yo siempre lo troto. Miro el río. Alzo mis ojos hacia el mirador, hacia lo alto. Hacia donde me llevarán mis piernas.
El asfalto se vuelve una cuesta empinada de cemento rayado para que un coche que quisiera subir pueda agarrarse. Mi resuello suena fuerte. Apoyo las manos en las rodillas. Me impulso. Y miro hacia atrás. Porque cuando respiro así no oigo pájaros ni lluvia. Y tampoco escucharía, si los hubiera, pasos tras de mí. Y miro. Hacia arriba voy, y miro. Con la decisión ya automatizada de que puestos a huir lo haré cuesta abajo. La capacidad de mis pulmones, de otro modo, no me daría una oportunidad.
Sigo un poco más. Se escuchan perros. No me hacen gracia solos. Mucho menos me hacen gracia acompañados. Y corro suavemente. Esta cuesta ya sí que me permite trotar. Con mi desplazarme humilde y disfrutón. Y me da el aire en la cara. Y soy feliz. Con el oído abierto. Con los sentidos no puestos solamente en el cuadro que recorro, sino además alertados. Alborozados y temerosos. No a partes iguales. Porque tengo más felicidad que miedo. Al menos por ahora es así.
Mi parte más temida es el paso por el cortijo derruido. Es una construcción de ladrillo medio vencida. Suelo encararla de abajo hacia arriba. Asciendo su inclinación en la cuesta. Este cortijo presenta una pared que está completa, y que esconde un interior vacío. Nunca he visto a nadie allí. Pero a mí, que de pequeña me enseñaron que mi vagina es vulnerable, que algunos piensan que mi cuerpo es un objeto (da igual si guapa o fea: soy mujer), en el lapso de segundos que mi vista tarda en alcanzar la seguridad de que estoy sola, se me llena la casa de monstruos.
Luego hay otros cruces. Los encaro de frente y mis ojos me dan seguridad. Muy a pesar de que sé que en todo caso, no soy rápida. Ni fuerte. Y que si grito, nadie me oirá…
A veces me cruzo con alguien en ese camino. Si son varios ciclistas me tranquilizo. Si va una mujer, me tranquilizo. Si es un hombre mayor, me tranquilizo. Si es un corredor, me tranquilizo. Si es un senderista y veo que tiene pinta de senderista, me tranquilizo. Si es un hombre solo que merodea entro en pánico. Si está vestido de un modo demasiado urbano, entro en pánico. Si es un joven solo, mi corazón entra en modo cautela, pero si son varios juntos, con pinta de parranda, con pinta de haber acabado por allí como por casualidad, como por error, ahí, en ese momento justo, soy la corredora de Schrodinger. Porque siento que estoy violada e indemne a la vez. Porque siento que estoy viva y muerta a la vez.
Existo con más alegría que miedo. Para mí vivir es salir, no encerrarme en una jaula de oro para preservarme del peligro. No vivo en la paranoia. Sí en la certeza de que la fatalidad es estadística. Que cada cierto tiempo toca, y que el quid de la cuestión está en si la casualidad te ha colocado o no en la trayectoria del cazador. Y si se alinean tus astros o los suyos…
Si algún día algo horrible ocurre, que conste, que en otra vida lo volvería a hacer. Volvería a salir yo sola, con mi miedo atávico, con mi brutal dolor por la hostilidad de un mundo donde el monstruo es un sistema que convierte en carne fresca a las mujeres. Con conciencia plena de mi miedo, y con mi decisión cabal de que el mundo no puede ser una cárcel, y que aquellos que crecieron en la idea de que devastar a otro (a otra) es una posibilidad, un día tendrán que dejar de existir. Porque las mujeres no somos un cuerpo. Ni queremos vivir en frascos de formol para que no se nos toque, o no se nos juzgue, o no se nos mate.
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