Un lugar que todo viajero debería visitar al menos una vez en su vida.
Artículo de Paco Nadal para El Pais.com. Paco es viajero-turista antes que periodista y culo inquieto desde que tiene uso de razón. Estudió Ciencias Químicas pero acabó recorriendo el mundo con una cámara y contándolo. Escribe en EL PAÍS sobre viajes y turismo desde el año 1992. Es también escritor y fotógrafo, colabora con la Cadena Ser, además de presentar series documentales en diversas televisiones.
El Aconcagua es la montaña más alta de América. Un gigante de 6.962 metros que sobresale poderoso por encima del resto de cimas de los Andes argentinos. Intenté escalarlo hace unos años, pero el mal de altura me obligó a dar media vuelta cuando ya estaba cerca de la cumbre. Aún así recuerdo aquellos días en el corazón de los Andes como una de las mejores –y más duras- experiencias de mi vida. Aquellos paisajes de roca desnuda me cautivaron.
La alta montaña es un pozo de ironía. Una expedición puede dejarse la vida en el intento de coronar una cima y al día siguiente, otro grupo de montañeros sube a ella en bicicleta. Así ocurre en el Aconcagua, el techo del continente americano, 6.962 metros de piedra desnuda y vendavales de leyenda. A la cima del Aconcagua se puede acceder sin conocimientos de escalada por su ladera noroeste, la vía normal, cuya relativa facilidad ha permitido casos tan curiosos como el de los suizos Mariani y Notaris, quienes en 1986 hicieron cumbre con una bicicleta; o el del español José María Lladó, quien en enero de 1977 alcanzó la cota 6.800 a bordo de una moto todoterreno.
Pero aquí acaba el anecdotario simpático. El Centinela de Piedra, como le llamaban los indígenas aymaras, es una de las montañas más traicioneras y cambiantes del planeta. Entre 5.000 y 6.000 montañeros tratan de alcanzar cada año su cima. Como promedio, media docena de ellos mueren cada temporada en el intento, el 70% al tratar de hacer cumbre por la vía normal. Su cima, encaramada mil metros por encima de cualquier otra cumbre cercana, actúa de gigantesco imán frente a los vientos anticiclonicos del Pacífico, que lanzan su furia sobre el Aconcagua provocando grandes alteraciones meteorológicas en corto espacio de tiempo.
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Cualquier andinista sabe que la presencia de un hongo blanco sobre la cima es señal de fuerte viento y precipitaciones en altura; un ataque a la cumbre en esas condiciones es un suicidio. En ocasiones, mientras en Plaza de Mulas (el campo base, a 4.200 metros de altitud) luce el sol, en el refugio Berlín -a 6.000 metros- se registran temperaturas de 35 grados bajo cero y vientos de 100 kilómetros por hora. En esas condiciones, cualquier miembro del cuerpo expuesto a la intemperie se congela en pocos segundos.
Con todo, el principal enemigo de quienes afrontan la cima del Aconcagua no es la climatología, sino el mal de altura. Todos los alpinistas acostumbrados a la alta montaña coinciden en señalar que los siete mil metros de la cima americana son mucho más nocivos para la salud que esa misma altitud en el Himalaya. Estos fenómenos provocan que, ya en el campo base, muchos aspirantes queden noqueados por las nauseas y los mareos.
En Nido de Cóndores, a 5.400 metros, donde se instala el primer campamento de altura, las narices sangran y la cabeza parece estallar. En el refugio Berlín, a casi 6.000 metros, paso obligado para el ataque a la cima, la puna ataca con violencia: vómitos, jaqueca, insomnio, pérdida del apetito… ¡Las noches allí arriba son de espanto! Si has podido descansar un mínimo, antes del amanecer coges tus pertrechos e intentas hacer cima directamente desde Berlín. Hay que pasar las ruinas del viejo refugio Independencia (6.300 mts), luego El Gran Acarreo –una travesía horizontal por un gran caos de piedra- (por uno de estos lugares tuve que darme la vuelta porque ya empezaba a tener alucinaciones), y finalmente la Canaleta, la antesala de la cumbre, una empinada pedriza a 6.700 metros de altitud que se hace eterna y que da acceso a la arista final.
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Nunca me arrepentí de la decisión que tomé. Cuando te da el mal de altura solo existe un remedio: bajar, bajar tan rápido como lo pies te permitan. Quienes no han seguido ese consejo lo han pagado con su vida.
El edema cerebral es la segunda causa de muerte en el Aconcagua.
Fue el guía suizo Mathías Zurbriggen en el verano austral de 1897 y en solitario quien logró hollar por primera vez el techo de América, después de dejar a su patrono y jefe de la expedición, el inglés Edward Fitz Gerald, aquejado de mal de altura en la Canaleta, a apenas 200 metros del objetivo final.
Le siguieron otros muchos aventureros durante la primera mitad del siglo XX, el más famoso de los cuales, el alemán Hans George Link, logró varios ascensos consecutivos, incluidos el de 1936 con su perra Cachilita y el de 1940 con Adriana Bance, su mujer, la primera fémina en alcanzar la cúspide. En 1944, tras repitir la gesta, una tormenta los mató de frío mientras descendían la Canaleta. La normal del Aconcagua, pese a ser visitada al año por miles de montañeros, no es un paseo senderista. La muerte acecha detrás de cada nube.
Por la vertiente opuesta las condiciones de ascenso son bien distintas. La pared sur del centinela es uno de los grandes abismos de la Tierra. Tres kilómetros de vertical, con muros de hielo, avalanchas, glaciares y cambios imprevistos de tiempo. Fue vencida por primera vez en 1954 por seis alpinistas franceses. En 1972, cuatro valencianos se convertirían en los primeros españoles en coronar la sur del coloso americano.
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