Un cuento de Leonardo Killian
Bajó del 107 y caminó silbando por la costanera hasta llegar al rincón donde paraba siempre. Eran muy pocos los que iban a pescar por la tarde.
Se acomodó la vieja gorra de lana que hacía tantos años le había regalado ella y que ya era parte de su anatomía, armó la caña y fue llenando el mate.
Le gustaba esa esquina del río. Sacaba bagres, carpas o bogas con un anzuelo triple sin rebaba que después devolvía al río. Alguna vez había sacado un pejerrey y fue la única vez que no devolvió un pescado al agua. Pasatiempo, como escuchar a Julio Sosa o a Rivero en la radio, “vicios de viudo y jubilado” pensaba.
Podía pescar mientras los aviones le pasaban sobre la cabeza. Aviones en los que nunca viajaría y que le atraían y repelían al mismo tiempo.
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Se había quedado solo.
A ciertas horas se quedaba solo y le gustaba. Como las mañanas en las que llegaba para ver amanecer y podía matear y escuchar la radio sin compañía, o las tardes de invierno, cuando era el último en levantar los bártulos y devolver los bichos al río.
Le gustaba quedarse solo, sentir el viento húmedo en la cara y así se pegaba una vuelta por los años viejos. Se sentía un personaje de Melville que se había acostumbrado a fumar en pipa cuando pescaba. Una barata, nacional, con un tabaco que compraba en lo del griego de la calle Uruguay.
Cuando llegaba el tiempo lindo se llevaba unos sánguches, el termo para el mate y se pasaba el día, pero este otoño había venido frío y los compañeros ocasionales ya habían levantado campamento.
Se había quedado solo pero se alegró. No le gustaba hablar, prefería escuchar la radio, clavada siempre en la misma estación tanguera.
Era la mejor hora.
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Entonces, apagaba la portátil y se producían esos momentos mágicos donde el rumor del agua era su música de fondo y entonces ya no estaba en la Costanera.
Estaba en los mares del Sur, era el viejo de Hemingway, el Huckleberry Finn de sus libros de infancia que fumaba una pipa de marlo. A veces era la nostalgia de esa misma niñez la que ganaba la partida y se volvía al Paraná con el Beto, con Chachito, descalzo, y metido en el agua, sin tiempo, a puro sol. Feliz.
La tarde de ese mayo otoñal se le había venido encima con una niebla espesa, cuando sintió el tirón de la tanza demasiado fuerte.
A pesar del oleaje del río contra el paredón, del viento y del ocasional ruido de algún auto escuchó nítida las risas que venían del agua.
Las vio salir y sumergirse para volver a salir, con las colas de escamas grises y el pelo, enmarañado y renegrido, sucio de río.
El tirón fue tan fuerte que tuvo que asegurar la caña con toda su fuerza.
Escuchó las risas y los gritos incomprensibles pero ya no veía nada. La niebla seguía bajando y se sentía mojado.
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El río era una boca de lobo y apenas se veía el brillo de la espuma que rompía contra el paredón.
Temblaba de excitación pero no tenía miedo.
“Al final, lo que me contara el tano tantas veces parece que era verdad” pensó.
Sintió la caña floja y recogió la línea. Vació el mate, limpió la pipa y guardó todo en la valijita.
Cuando cargó la caña y las cosas pegó la vuelta y ahí, sintió que le atenazaban las piernas.
El grito se le ahogó en la garganta.
Ya le tapaban la boca.
Ya le desgarraban el pantalón a mordiscones.
Sintió la inmovilidad del sueño, la parálisis de las pesadillas que le impidió reaccionar cuando el golpe seco se lo llevó hacia el agua.
La boca negra que era el Plata, lo chupó en un remolino hacia el abismo.
Aunque eran algo más de las siete, ya era noche cerrada. Pasaban pocos autos y las luces que rompían la niebla eran sus únicas estrellas.
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Un enorme avión pasó sobre los árboles y en pocos segundos se perdió en la oscuridad del río rumbo al Aeroparque.
A la mañana, el viejo Bardini, que pescaba desde los años cuarenta, siempre el primero en llegar al mismo rincón de la Costanera y que conocía como nadie a los ocasionales compañeros o a los viejos pescadores del Plata, se encontró con las cosas abandonadas. La caña de dos tramos de fibra con el estuche apoyado en el paredón y el vasito con lombrices, los anzuelos sin rebaba, masa preparada, la boya de tres colores, plomada, la portátil, el mate, la pipa y un cuchillo. Todo ordenado en la valijita de madera.
Sabía perfectamente de quien eran esas cosas. También sabía lo que había pasado. Se lo había contado su viejo, también como él, un tano pescador de río y otros veteranos que lo murmuraban como se cuentan los secretos.
“Las sirenas” pensó mientras se santiguaba.
“Otro que no vuelve” dijo en voz baja. Hablaba solo y se acordó de un tango que empezó a tararear “nieblas del riachuelo, amarrado al recuerdo yo sigo esperando…”
El río tiene sus secretos y sabía que se llevaba uno, mientras volvía a meterse en la ciudad por los caños oxidados, como un ladrón en una casa vacía.
(*) Leonardo Killian en Profesor de Historia y personal del CONICET en el Instituto de Arqueología de la UBA. Practica arquería. Tiene tres campeonatos nacionales de FATARCO y tres de la AATA.
Escribió las novelas “La sombra del general” y “La Hermandad del Arco” y dos libros de cuentos “El gato canoso” y “Cuentos y anticuentos” y editó junto al Dr.Hector Cirigliano “El Camino del Arco”
email: elgatocanoso@yahoo.com.ar
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