Los mejores hacedores de cuchillos y facones del país comparten una vez al mes un asado y mil historias
Por Joaquín Sánchez Mariño para La Nación Revista – Edición del 30 de agosto de 2015. Fotos: Dafne Gentiletta.
Hay un asado en una casa de country. Es un día lluvioso, de niebla. Junto al asador, bajo techo, un grupo de hombres discute severamente. Tienen armas en las manos: un machete, un facón, un cuchillo con revólver incorporado. Nadie se anima a hablarle al asador, que hasta el momento es el único que usa su elemento. La escena, en el comienzo, es más bien simple: los hombres empuñan sus armas y las muestran.
El dueño de casa es Marcelo San Pedro, que bien podría contar esta historia fumando su pipa, con una copa de vino a un lado y varias esculturas de acero sobre la mesa. La contaría de manera desordenada, yéndose por las ramas, hablando de la huella ancestral que tiene el fuego sobre nosotros y de lo mucho que lo relaja entrar en su taller.
Pero Marcelo San Pedro está pensando en su próximo cuchillo, y es mejor no interrumpir algunos pensamientos. Entonces quedamos en silencio esperando que alguno dé la primera estocada o inaugure el asado. No sucede.
En cambio, se nos acerca Miguel Delgado, coleccionista privado, y nos muestra un cuchillo. No nos amenaza, nos invita a tomarlo. “Es una pieza nueva, elegante, de colección”, explica.
Luego describe: cacha -mango, para los novatos- de diente de hipopótamo, trabajo de scrimshaw con la imagen de La última cena, bolster grabado a buril con la figura del Hombre de Vitrubio, hoja de acero K110 (D2). Dueño: colección privada. Autor: Cristian Silva.
Cristian Silva tiene 40 años, es artista, artesano, asador de ocasión, tatuador profesional (y top) y ex líder de seguridad de los Redonditos de Ricota. Tiene barba larga y usa pocas palabras, pero no por hosco, todo lo contrario, prefiere sonreír y que supongamos que dijo lo que querríamos que dijera.
Para hacer esta imagen de la pintura de Da Vinci en su cuchillo estuvo semanas haciendo puntitos, millones de puntitos, como un tatuaje, pero en el hueso (de eso se trata el scrimshaw). Usa una lupa, aferra la pieza a su mesa de trabajo y perfora minúsculamente el hueso una vez tras otra.
Su arte le da paz y alimento, aunque más paz que comida, porque como buen artista no quiere esforzarse siempre en ser productivo.
Sin embargo, su perfil de Facebook, como el de varios en este asado, dice: Full Time Knifemaking. Algo así como “hacedor de cuchillos de tiempo completo”. De eso se trata esta historia: gente que hace cuchillos.
Hombres que pescan junto al lago
Don Miguel Gugliotta es el mito fundante entre los forjadores de acero de alta calidad. Es un tipo que un día empezó a estudiar artes marciales, aprendió lo que era una katana (un sable samurái) y se encaprichó con hacer una.
Tenía 25 años y una fuerte tendencia a convertir caprichos en formas de vida. Así lo hizo: dedicó su existencia a ser camionero, mecánico y forjador de acero. Hasta que un día desechó los primeros dos oficios y se dedicó sólo a su pasión, o a su capricho (“la única diferencia entre un amor eterno y un capricho es que el capricho dura un poco más”, dijo por ahí Oscar Wilde).
No le fue mal: hizo una escuela, se convirtió en el mito escondido de Villa Soldati y recibió todo tipo de visitas inesperadas, como aquella de 2002 cuando el legendario Lou Reed, líder de The Velvet Underground (y fallecido en 2013), llamó a su taller para encargarle una katana que él mismo buscaría tiempo después.
De ese taller de Villa Soldati surgió esta selección. Iban casi todos a diferentes horarios a aprender con el maestro. Un día hizo un asado para que se conocieran entre todos. De ese entonces a hoy, las cosas fueron cambiando: los que eran alumnos pasaron a ser algunos de los mejores forjadores, diseñadores y artesanos de cuchillos del país. Marcial Dos Santos tiene 60 años.
En el taller de Gugliotta conoció a Javier Vogt y juntos empezaron un emprendimiento. Su especialidad es la forja, la parte más primaria de este oficio. “Pone el metal a fuego a mil y pico de grados y forma algo con un metal que en principio no dice nada”, explica uno de sus amigos. Es un hombre capaz de agarrar un resorte de tren de carga (técnicamente hablando: un acero 92/60), examinar que no tenga fisuras, enderezarlo y después forjarlo para darle la forma que quiera.
De ahí puede sacar una hoja de altísima calidad e igual valor. Tal es el talento de Marcial que hasta el jeque de los Emiratos Árabes lo contrató para montar una fábrica de cuchillos allá. “Tuve que viajar y quedarme a vivir allá para armar desde cero un taller y enseñar a hacer los cuchillos como los hacemos acá. Es un delirio el lujo que hay: hasta buggys areneros enchapados en oro vi. El jeque lo que quería era una fábrica propia para hacer cuchillos de alta calidad para regalar a quienes quisiera o para tener él”, explica.
Su socio en la cuchillería, Javier Vogt, tiene 37 años y es uno de los más destacados creadores del grupo y del país. Por otro lado, es uno de los pocos que vive exclusivamente de esto, y si bien prefiere reservar el precio de sus piezas, algunas de sus creaciones valen su peso en oro. “Es un obsesivo en el armado de mecanismos. Trabaja piezas de un nivel inalcanzable, de mucha complejidad”, explica Miguel Delgado sobre él.
Los mecanismos son los sistemas de las cortaplumas plegables, las famosas navajas, pero también están en piezas más complejas como el cuchillo revólver. “Es básicamente un cuchillo con un revólver incorporado. Acá se pone la pólvora, se carga y tiene un mecanismo que permite hacer un disparo”, me explica Vogt.
No es una pieza normal: su precio es elevadísimo y requiere un nivel y una técnica muy difícil de alcanzar. “Es el segundo que hago. Me llevó 45 días terminarlo. Usa pólvora negra, la hoja es de acero damasco, cachas de marfil y bolster de acero pavonado”, dice. Su comprador es un coleccionista privado, gente que paga muy bien por trabajos de excelencia.
De otro estilo es lo que hace Mariano Yanoni, de 41 años. “Él no usa materiales raros, no hace piezas complejas, pero hace herramientas de uso que las ves y te dan ganas de agarrarlas inmediatamente. Tiene un estilo propio que al ver sus trabajos ya sabés que es un Yanoni. Capaz es una chapa de acero con dos cachitos de madera, pero lo ves y lo querés tener en las manos. Eso es invalorable. Tiene un estilo moderno muy propio”, cuenta Vogt sobre él.
¿Pero se podría pensar en un proyecto de alta calidad dedicado a la producción en masa? Todos coinciden en que no tendría sentido. “¿Cómo vas a competir con una fábrica? Los cuchillos en masa se hacen así: entra una chapa por un lado y sale armado el cuchillo. Eso no es lo que hacemos. ¿Para qué ponernos a armar una fábrica de cuchillos, por más buenos que sean, si lo que nos gusta a nosotros es hacerlos con nuestras propias manos?”
Es como el cuento japonés aquel en el que hay un hombre pescando de manera extraña junto a un lago paradisíaco y se le acerca un empresario. Se presenta y le ofrece poner juntos una empresa de pesca en la que desarrollen esa técnica así aumentan la producción y generan una gran fortuna. Y el otro, muy oriental el hombre, le pregunta para qué querría generar una fortuna. A lo que el empresario responde: para poder dedicarse el resto de su vida a estar tranquilo pescando junto al lago que más le guste.
El empresario de los mil oficios
La oficina de Marcelo San Pedro tiene vista al río. Para llegar a él hay que anunciarse abajo, en uno de esos grandes mostradores de edificio moderno, hay que pasar un molinete, tomar un ascensor que te saluda cuando entrás, subir muchos pisos, anunciarse frente a otra secretaria, esperar un poco y entrar finalmente en una oficina enorme. Él va a estar vestido de traje, su celular va a estar ardiendo a un costado y seguramente haya algún pasaje a Tokio, Houston o el DF tirado sobre la mesa.
Por eso sorprende, este domingo de julio, cuando San Pedro nos recibe en su casa de fin de semana vestido con una bombacha de campo rota y manchada de grasa, borceguíes y una camisa recosida en varios de sus pliegues. Ahí, una vez por mes, Marcelo no es el “gerente general de Argentina y director regional de Latinoamérica de Desarrollos de Tecnología” de Epson, sino un artesano más del grupo, un amigo que conversa tanto de aceros damasco como de fútbol o política.
Dolores, su mujer, entra y sale de la cocina con ensaladas mientras se ríe con resignación ante la fascinación de su marido, que ahora muestra un violín hecho de chatarra y un kriss malayo, una especie de machete extraño. Su amor por los cuchillos, según me cuenta, viene desde que su madre le enseñó a cocinar, en su adolescencia. “Hoy sigo con la cocina -dice-. El fin de semana pasado salí del taller e hice estos dos matambres con mis cuchillos. Como los hacía mi madre y mi abuela.”
Marcelo es un tipo que convierte todo berretín en oficio. Así, ya instalado en el mundo empresarial de primera línea, primero se le dio por hacer cuchillos artesanales y empezó el taller de Gugliotta. Fue mejorando y apasionándose más, tanto que decidió armarse un taller propio en el jardín de su casa. En él tiene todo tipo de máquinas industriales: prensa para varias toneladas, lijadora, infinidad de aceros, un fuelle hecho por él mismo (es ingeniero, por cierto) y una caja de madera en el centro del taller. “Acá hago mi tabaco. Hace poco empecé a fumar en pipa y me preparo mi propio tabaco, lo hago traer del interior y preparo blends, pruebo cosas, sabores. Es más sano y me divierte”, cuenta.
Sus compañeros de grupo dicen que se destaca por su curiosidad insaciable. “Por ahí se entera de una técnica oriental desaparecida y se lee todo lo que existe sobre el tema, en un mes o dos aprende a hacerlo a la perfección y después se aburre y cambia”, dice Vogt.
“Es un nexo fundamental entre nosotros y los materiales exclusivos que hay en el mundo -agregan sus amigos-. Porque él viaja mucho y siempre nos pregunta si necesitamos algo y nos lo trae.” Marcelo se ríe y relata: “En un viaje con mi mujer compré unos aceros que no entraban en la valija, entonces los doblé con la barra del balcón del hotel y los metí en el bolso. Cuando cruzamos la Aduana no entendían nada los tipos, me preguntaban qué era eso, no sabían qué hacer”.
Miguel Delgado se entusiasma y cuenta: “Una vez él estaba en su taller sólo vestido con estos pantalones que tiene hoy y le dio hambre al tipo, serían las 11 de la noche. Salió con el auto, un modelo alemán muy nuevo, a comprar algo para picar. Y cuando llegó a la estación de servicio el playero lo miró bajar y le dijo: Macho, rajá que está la cana. El tipo se pensó que se había afanado el auto”. Todos se ríen y coinciden en que la anécdota pinta de pies a cabeza a Marcelo, que ahora se levanta y va a buscar otro vino a la bodega.
El mito del cuchillo
En un cuento de Borges, dos hombres toman un facón y automáticamente se les impregna el odio que había quedado contenido en cada cuchillo. Envalentonados por el rencor de dos viejos rivales, se retan a duelo hasta que la muerte, como en casi todo azar borgeano, termina con la vida de uno de ellos. Los duelos, las herencias de fuego y sangre, siempre estuvieron en la literatura. Ellos, sin embargo, no creen que un cuchillo esté ligado necesariamente a la muerte o la violencia. “No hacemos armas para la guerra, sino para el uso diario o la colección”, dice Fernando Caridi, al tiempo que acepta que de todas formas sí hay cierta poética en todo lo que ronda al duelo de cuchilleros.
Pero si acaso las fantasías borgeanas tuvieran algo de cierto -sin detenernos en la otra fantasía borgeana que eso mismo supondría-, ¿no sería fundamental la creación constante de cuchillos? Si cada pieza guardara el odio o el amor con el que fue esgrimida la primera vez, nadie podría compartir un cubierto en un asado porque a cada corte de carne lo sucedería un nuevo duelo o romance.
En ese sentido, la contemporaneidad del oficio resguarda no sólo el romance de lo bien hecho sino también su renovación. Por otro lado, para ellos no es sólo una materia productiva sino, de algún modo, espiritual.
En sus talleres se pasan horas y horas frente al fuego, dándole golpes a un yunque, puliendo una hoja hasta dejarla como un mármol o buscando el dibujo perfecto en un acero damasco. “Cuando estoy en el taller trabajando y haciendo lo que realmente me gusta, desaparece todo a mi alrededor, estoy solo con mis pensamientos, feliz y libre de estrés”, confiesa Caridi, especialista en cuchillos tradicionales y piezas clásicas. Tiene 61 años y hace esto desde 2001, cuando dejó de trabajar como jefe de producción gráfica en una agencia de primer nivel.
“Poder transformar materiales es un placer y un privilegio. Conecta la sensibilidad y la imaginación. Es muy especial pasar de un montón de nada a un cuchillo terminado, afilado y en su vaina”, agrega Mariano Yanoni; mientras que Marcial Dos Santos dice: “En cierta forma, lo que hacemos es dejar una huella de nuestro paso por la vida a través de nuestras piezas”. No discuten estos hombres de cuchillo, al contrario. Ponen las armas ahí para evidenciar la belleza de su inutilidad, para brillar por su desperdicio, no por su filo.
“Es como dijo un escritor: el que desea y no puede, engendra peste”, agrega Joaquín Zanetti, el anticuario del grupo, haciendo alusión a un verso de William Blake. El que desea y no puede, no importa cuán extraño suene ese deseo, indefectiblemente engendra peste. Pero ellos están comiendo un asado, cuchillo en mano, y ninguno pareciera estar cerca de la gripe.
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