Un encuentro inesperado en el corazón de Kenia.
Por Santiago Legarre para Revista Aire Libre.
Nueve veces en Masai Mara y todas en avión. Casi me da vergüenza estamparlo sobre el papel. Pero no: vergüenza nunca en este caso; más bien orgullo y alegría. Estuve nueve veces en la mejor reserva nacional de Kenia; y todas evitando la sinuosa y molesta carretera, llena de pozos que nunca vi.
Las dos últimas visitas ocurrieron este año 2019 —otra cosa increíble: dos safaris a Masai Mara en un mismo año—. Sobre el final de la primera visita, el guía de Ashnil, la eficaz empresa turística que me llevó al Mara, me preguntó de sopetón si no quería conocer el más antiguo apeadero del país, donde en tiempos antiguos se hospedaban los cazadores en este lugar en el cual ahora la caza está prohibida. Asentí y unos minutos más tarde recorría las enormes instalaciones de piedra. Salí al jardín ubicado detrás y me encontré con una laguna famosa, en la cual jugaban hipopótamos y tomaban agua antílopes de todo tipo y color. Una pasarela de madera atravesaba la laguna y comunicaba con un bar de madera. Allí me dirigí.
Mientras surcaba la pasarela, por alguna razón inexplicable recordé a los primeros aborígenes de la tribu masai que conocí en la reserva nacional en 2012, en mi primera, lejana visita. Por más que infinidad de veces intenté recuperar el contacto con ellos —habían dejado una gran huella en mi corazón, con ese afecto característicamente africano— nunca lo había logrado… Hasta este día, en que Dios premió por fin mi insistencia. (¡Espero que Dios me perdone por meterlo en esta historia!)
Cuando entré al bar de madera, vi, en un rincón a un masai solo, que parecía un empleado del lugar, a juzgar por su uniforme; en la otra esquina, había otro masai de jean, que hablaba con dos mujeres europeas. Me dirigí al uniformado y en nuestra breve plática se me ocurrió preguntarle (como había hecho infinidad de veces, sin suerte, en otros sitios del gigantesco Masai Mara) si por casualidad conocía a tres “hermanos” de su tribu llamados Tony, Mike y Robert. Le agregué, por si servía para desambiguar, que Robert tenía un hermano sanguíneo llamado Jackson, que trabajaba en la enfermería local, aunque otrora había sido piloto de globo aerostático. Mientras el uniformado negaba, el masai de jean espetó: “Yo soy Jackson, el hermano de Robert”.
Se me heló la sangre, pero en un sentido lindo. No podía creerlo. Enseguida caminamos juntos con Jackson por la plataforma, camino al vehículo donde me esperaba el chofer de Ashnil. En esa breve charla me confirmó que en efecto él era quien yo creía que era: uno de los personajes de mi libro Un profesor suelto en África y el hermano de uno de sus protagonistas, de cuya vida me aggiornó. Y digo lo primero porque este Jackson figura él mismo en mi libro (aunque nunca nos habíamos visto en persona hasta este día) y su hermano Robert, para qué les cuento.
Cuando nos despedimos al lado de la camioneta, Jackson insistió en que la próxima vez que viniera a Masai Mara me debía hospedar en su casa. Le agradecí, conmovido, el gesto —¡era la primera vez que nos veíamos!—, aunque no me lo tomé muy en serio que digamos.
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Pasó el mes de julio, y con él terminaron mis obligaciones docentes en Nairobi, donde me desempeño como profesor internacional en una reconocida universidad local. Tuve entonces la suerte de que Ashnil me volviera a invitar a Masai Mara, para escribir un artículo sobre sus labores sociales en la región —lo que hoy se llama con término inglés en boga universal “corporate social responsibility”—. Antes de salir en avión de la capital hacia la reserva nacional, se me ocurrió llamarlo a mi nuevo amigo, Jackson, para avisarle. Su respuesta refleja bien la hospitalidad africana: “Te iré a buscar a la pista de aterrizaje y te llevo a almorzar a casa, con mi mujer y mis hijos. Recién entonces te vas para Ashnil”.
Así fue. Apenas aterrizar vi su sonrisa, de pie, al lado de su camioneta. Le di de regalo mi primer libro y leyó, luminoso, su propio nombre sobre el papel. Fuimos a la aldea, dejamos el vehículo en la enfermería donde todavía trabaja y nos subimos a su moto, para ir hacia su casa, al borde de la reserva, rodeado de fauna. Si bien a esta altura nada me sorprende en África, me parecía increíble estar en torno a esa mesa, comiendo con mis manos trozos de una cabra que acabábamos de comprar en la carnicería que su mujer tiene en la aldea. Cuando terminamos, me preguntó si quería ver con él las noticias en la tele, pues era costumbre en su hogar. Mientras pestañaba frente a la pantalla y la cabra viajaba por mis recovecos, una sonrisa pacífica se dibujaba en mis labios. Nunca disfruté tanto un programa de televisión, aunque mi mente y mi corazón estaban en otro lado.
Santiago Legarre es autor de los libros Un profesor suelto en África y El safari de la vida
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LAURA TERAN
Santiago, siempre tan lindo regresar a África con tus palabras y una vez màs sentir que vivís y compartís un poquito la esencia de ella, la cual es difícil de resumir en una sola palabra, en este caso podría decir la hospitalidad del pueblo africano. Esperando con ansias un nuevo articulo tuyo y gracias por eligir mi foto para la ilustración del mismo.