Reflexiones sobre la paternidad del mensaje
Por Karl Ness para Revista Aire Libre 47 – Abril 2021.
Mucho se ha hablado y escrito, desde tiempos inmemoriales, acerca del artista, su obra y el mensaje.
Últimamente, las luces se centran en el espectador, quien no juega un rol pasivo ya que puede interpretar el estímulo que recibe a través de la obra y aportar a la construcción de sentido. Y no solo puede expresarlo en su círculo íntimo, sino también difundirlo a través de las redes sociales.
En su último libro, El espectador emancipado, Jacques Rancière acuña el término de la «paradoja del espectador». Esta paradoja quizás más fundamental que la célebre paradoja del comediante de Diderot, se puede formular así: no hay teatro sin espectador. Parafraseando a Rancière diremos directamente que no hay arte sin espectador. ¿Cómo podría haberlo?, ¿qué sentido tendría cualquier obra plástica, performance o actuación musical, si nadie estuviera para percibirla, para sentirla e interpretarla?
Schopenhauer fue uno de los primeros pensadores que reivindicó el papel protagónico que tiene el espectador en la obra de arte, para ello extendió el concepto de inspiración (antes exclusiva del artista) a dos planos: el productivo y el receptivo. Para que pueda darse el proceso creativo, tanto el artista como el espectador tienen que producir un momento de inspiración que le permita a este último entender al autor o entender la obra. Este aspecto del pensamiento de Schopenhauer, entre otros, fue vital en la posterior teoría artística de Marcel Duchamp, quien llegará a afirmar rotundamente que “contra toda opinión, no son los pintores sino los espectadores los que hacen los cuadros”.
Una opinión radical pero, entendible si aceptamos que estamos hablando de lo que las obras de arte comunican, de lo que transmiten gestálticamente, de la interpretación de ese conjunto de elementos, esa acción y esa atmósfera que sintetizamos en el término: mensaje.
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Las teorías postestructuralistas y semióticas de los años´70 trajeron consigo la muerte del autor, que en realidad no supone la muerte del autor como creador, sino del concepto mismo de autoría, de la intencionalidad de los creadores, en la creación de un mensaje a través de la obra.
Este desplazamiento supone cargar el peso directamente en el espectador.
La emancipación del espectador a la que se refiere Rancière quiere decir que este no es ya un sujeto pasivo, ignorante ansioso por que el autor le ilumine, sino que mirar y percibir (como demuestra también la física cuántica) son fenómenos totalmente activos. Mediante la mirada, el espectador tiene la misión de dar un sentido y por lo tanto completar la obra del autor dentro de su ambigüedad interpretativa.
La fascinación por la figura del espectador actualmente, llega incluso a superar a la de las propias obras.
Los creadores son plenamente conscientes de que crean para un público, y que sin la colaboración de este, el arte no tiene sentido. Algunos artistas directamente han hecho del espectador el propio tema de su trabajo, como el cineasta iraní Abbas Kiarostami, en cuya (experimental) película Shirin, tan solo nos muestra los rostros de una serie de mujeres mientras asisten a una proyección cinematográfica. Quizás el proyecto de Kiarostami sea excesivo, pero el concepto en sí es interesante.
En 1973, Victor Erice fascinó a su audiencia, mostrando a una jovencísima Ana Torrent descubriendo la película «Frankestein» en «El espíritu de la colmena». Erice explicó tiempo después que la expresión de la niña que aparece en la película no estaba ensayada, y que de hecho es la única toma que se hizo cámara en mano, para no perder la espontaneidad de la escena.
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El fotógrafo Alécio de Andrade también hace de los espectadores el propio objeto de su obra. Ha estado recorriendo las salas del Museo del Louvre durante casi 39 años, tomando más de 12.000 fotografías, para mostrar las relaciones, a veces insólitas, que se establecen entre los visitantes y las obras de arte.
Las fotografías de Andrade, recuerdan al fascinante cortometraje de Pàvel Kogan «look at the face», en el cual además de mostrarse las miradas de los espectadores ante las obras de arte de un museo, se reflexiona sobre algo más controvertido: la manera en que esta mirada es construida o moldeada a partir de las indicaciones de los guías que inducen a los visitantes a fijar su vista sobre zonas determinadas de la obra.
Miradas: miradas construidas, miradas ingenuas, miradas fascinadas. Ya lo decía Goethe, «pensar es más interesante que saber, pero mucho menos interesante que mirar«.
Mirar es el inicio para el espectador – al igual que para el fotógrafo –.
A partir de allí, su capacidad reflexiva, su sensibilidad, su formación y memoria emotiva, generarán una interpretación que puede tener muchos o pocos puntos de contacto con la intención del autor, pero es tan válida como la de este. Es tan importante lo que uno quiere expresar en una foto como lo que el otro percibe a través de la misma.
El autor no puede imponer una decodificación universal porque, en definitiva, sólo uno puede decir… lo que ve al mirar.
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