La primera mujer en ascender los 14 ochomiles
Entrevista de LA NACION con esta española que no siempre miró al mundo desde arriba.
Que tu nombre signifique nieve, pureza, blancura (en euskera) es una predeterminación. Cuando sus padres la nombraron Edurne en el corazón de Tolosa, un pueblo que no llega a los 20 mil habitantes situado en el valle del río Oria, no imaginaban cómo iba a correr la altura por sus venas.
Tolosa ha sido, históricamente, un cruce de caminos fundamental entre Castilla, Navarra y Francia. Allí se descubrieron asentamientos de más de 9000 años. La cosecha por excelencia se le reserva a las alubias. Pero es una mujer alpinista, capaz de escalar las catorce montañas más altas de la Tierra, quien puso el nombre del pueblo en el mapa de la modernidad.
Edurne Pasaban (47) tiene un hablar calmo, de esos que están acostumbrados a las fogatas de invierno o los amaneceres de laderas nevadas en los refugios de altura. Es un trozo de timidez que queda de su infancia. Una niña montaraz, algo endeble de salud y muy poco sociable. Tuvo problemas al nacer. Continuó enferma hasta los seis años, muy dependiente de sus padres. Llegada la edad escolar, la dependencia se mudó a sus profesores y a dos de sus amigas. “En la montaña encontré algo muy importante –cuenta por teléfono a La Nacion Revista–: la libertad. Encontré la libertad de tomar las decisiones por mí”.
Su madre dice que a los 14 de Edurne le cambiaron a la niña. Fue el momento donde comenzó con la locura del alpinismo que, casi con obsesión, ocuparía sus días hasta hoy. “Allí me fui en 1998, con apenas 23 años, a intentar por primera vez pisar la cumbre de una montaña a ocho mil metros”. Debió esperar hasta 2001 cuando, por fin, en su cuarto intento hizo cumbre en el Everest. “Mi primer ochomil fue la montaña más alta de la Tierra”, sonríe.
Pasaban fue la primera mujer del mundo en escalar los 14 ochomiles, un hito deportivo que significó la conquista de una cumbre tras otra, pero que en la vida real representó despejar muchas piedras del camino: perdió a grandes amigos, tenía la sensación de no encajar y cayó en una depresión que le cambió la vida. Su historia va mucho más allá de sus hazañas deportivas: “Al final, he escrito cada página del libro de mi vida. Creo que eso es lo más grande que le puede suceder a una persona”.
-¿Crees qué todos somos resilientes?
-A priori podemos pensar que no, pero no estoy de acuerdo. Quizá tengamos miedo a que algunas cosas ocurran, o a perder otras. Pero cuando suceden, porque suelen hacerlo, porque lo bueno y lo malo forma parte de la vida, entonces es cuando nos damos cuenta de que, de alguna manera u otra, somos resilientes. Todos afrontamos los momentos difíciles de diferente manera y está comprobado que todos somos resilientes de diferente modo. La montaña me hizo darme cuenta de esto. Cuando empecé a escalar siempre decía que no me quería accidentar o perder a algún amigo, pero obviamente ambas cosas ocurrieron… No una vez, sino unas cuantas. En aquel momento aprendí a no negar el dolor, sino a transitarlo y a transformarlo en otra cosa. Si negaba lo ocurrido no podía seguir. Es difícil tocar fondo y volver a levantarse, pero creo que algunas veces es necesario caer; tenemos que cultivar la resiliencia para ser felices.
-Decís habitualmente que todos tenemos nuestras montañas. ¿Cuáles son hoy las tuyas?
-Sí, todos tenemos una montaña que escalar. Podemos enfrentarlas con dos actitudes diferentes: como protagonistas o como víctimas. La montaña me enseñó a ser protagonista, a intentarlo, a prepararme mejor, a creer en mí, porque si no muchas de las oportunidades las perdemos. Para mí hoy mi gran montaña a escalar es encontrar la felicidad. Durante 10 años me dediqué a escalar montañas de ocho mil metros y aquello era lo que yo quería hacer. Pero aquello terminó. Hoy tengo que encontrar lo que me daba la montaña, esa felicidad, esa sensación de libertad, ese estar bien conmigo misma en la vida más cotidiana que llevo ahora, con mi trabajo, mi hijo y mi familia. Esa es una de las montañas por la que cada día trabajo. A veces me hago la víctima, pero lucho por ser más protagonista.
Perder los dedos
Cuando la escalada seria comenzó, ella trabajaba en una empresa familiar. Edurne estudió ingeniería industrial. Cada vez que iba a una montaña, tenía que pedir dos meses de vacaciones. “El primer año, cuando a mi padre le dije que me iba dos meses de viaje, me dijo: «¡Qué bien!», orgulloso –rememora–. El segundo año, cuando le volví a pedir otros dos meses, ya no le pareció tan bien. Y el tercer año, para nada le pareció adecuado que pidiera otros dos meses para irme al Himalaya. Y cuando subí al Everest, en 2001, me dijo: «Edurne, tienes que decidir qué es lo que quieres hacer en tu vida, si quieres trabajar en la empresa, si quieres dedicarte a la ingeniería, o al alpinismo y escalar montañas»”.
Quien tenga que elegir entre dos caminos, que escoja siempre el del corazón, es un proverbio que Edurne lleva grabado a fuego. Según ella, la mayor parte de cada mochila tiene que ir llena de pasión. En 2004, la invitaron a una expedición importante: Al filo de lo imposible, un programa que proponía llevarla a la que se considera la montaña más difícil del mundo, K2, también conocida como Chogori/Qogir, Ketu/Kechu, y Monte Godwin-Austen. Es una montaña de la cordillera del Karakórum, en el sistema de los Himalayas. Tiene 8611 metros sobre el nivel del mar y es la segunda montaña más alta de la Tierra, tras el monte Everest (8848) y, posiblemente, la más difícil de escalar, junto con el Annapurna y el Nanga Parbat. Esa escalada se considera memorable en la historia del montañismo mundial. “Aquella expedición no fue fácil –cuenta–. De aquella expedición volví con congelaciones. La bajada se complicó muchísimo y como consecuencia de aquel descenso me amputaron dos dedos en los pies. Me empecé a plantear muchas cosas de mi vida. Me preguntaba: «Edurne, ¿qué estás haciendo? Alpinismo, pero de esto no vives. No te puedes dedicar profesionalmente a esto porque en esto no se gana dinero para vivir. Tienes 31 años, acabas de perder dos dedos en los pies», y empezaba a mirar mi entorno. Mis amigas de mi edad estaban casadas, tenían hijos, habían estudiado una carrera y todas tenían más o menos su vida orientada. Y yo no. Yo escalaba, iba a ochomiles, trabajaba en la hostería de la familia cuando volvía de las expediciones, y al año siguiente organizaba otra y volvía”.
-¿Tuviste mucho miedo ante esa expedición? ¿Cómo lo enfrentaste?
-Muchísimo. Me acuerdo de que un periodista, un par de días antes de salir, me recordó en un reportaje que no había ninguna mujer que hubiera subido a la cumbre del Everest y hubiera bajado con vida. Eso era a lo que me enfrentaba en los siguientes tres meses. Puedo decir que hubo un antes y un después en mi vida desde el K2. Por un lado, me preguntaba «¿cómo voy a ir, si todo el mundo que va tiene problemas? ». Pero elegí otro rol: «¿Por qué no voy a intentarlo? Voy a entrenar más que los años anteriores».
-Hay un momento donde es adecuado detenerse, donde seguir avanzando ya no es lo adecuado y no significa necesariamente darse por vencido. ¿Cómo detectás esas situaciones?
-Sí, estoy de acuerdo. Y muchas veces funcionamos como robots, hacemos las cosas por inercia y no tenemos la capacidad de decir ¿dónde estoy y a dónde quiero llegar? A veces nos damos cuenta de esto tarde, cuando no somos felices. A mí eso me pasó en 2006. En medio de mi carrera deportiva, me empecé a hacer esa pregunta: ¿dónde estaba y hacia dónde quería ir? Aquello me llevó a tener una depresión muy grande, caí en uno de los agujeros más oscuros, uno que nunca me hubiera imaginado. Entonces paré a pensar. Miré adentro de mí para encontrar eso que realmente me hacía feliz. A veces son cosas muy pequeñas del día a día que dan sentido a nuestra vida. Pero para eso necesitamos parar y pensar para encontrarlas.
-Las ganas no siempre pueden con todo.
-Claro que no. Es cierto que la actitud positiva nos puede hacer conseguir muchos objetivos, pero eso no quiere decir que siempre los consigamos. O que nos pueden llevar a errar. Sí pienso que las personas que tienen muchas ganas de hacer y conseguir las cosas gran parte del camino lo tienen recorrido.
-Si no alcanza, ¿a qué es posible apelar?
-A muchas cosas, pero la primera es a la autocrítica. Tenemos que tener la capacidad de ponernos delante de un espejo y preguntarnos sobre lo que podemos mejorar o hacer diferente. Tenemos que tener esa humildad de mirarnos y ver nuestros defectos y nuestras capacidades potenciales. También hay otros factores externos, pero son mucho más fáciles de detectar.
-¿Cómo es la vida normal para alguien como vos, después de semejantes logros?
-Tengo los mismos problemas de pagar el piso, de criar a mi hijo… Cosas quizás más terrenales. Pero me doy cuenta de que hay muchísimo paralelismo entre escalar los 14 ochomiles, lo que he vivido allí, y la vida que tengo. Me ayuda a enfrentarme a estas situaciones. La montaña me enseñó a valorar las cosas pequeñas, los momentos. Eso me ayuda muchísimo a la hora de enfrentarme a instancias difíciles. Espero que con la pandemia nos estemos dando más cuenta de esto.
-¿Qué hacés cuando definitivamente no podés con algo?
-No me machaco. Si realmente no puedo, la vida me ha enseñado a darme la vuelta. Para hacer 14 montañas de 8000 metros he hecho 26 expediciones. Eso quiere decir que muchas veces no he conseguido lo que me proponía y me he dado la vuelta, es verdad. Tenemos una gran capacidad los humanos para machacarnos, para decir “no valgo para nada”. Yo también lo hacía: “no soy buena alpinista, no voy a conseguirlo nunca”. Pero luego me di cuenta que de aquellas ocasiones que volvía a casa sin haber conseguido mi objetivo, aprendí. Y gracias a esa decisión de aprender a darme la vuelta y a decir “ahora no”, hoy estoy aquí en charla contigo.
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