Calafate – El Chaltén
Texto y Fotos Carola Montero (*)
Tengo que reconocerlo, impensadamente la pandemia me llevó a recorrer la Argentina. Cada vez que las medidas lo permitían y planeaba un viaje, mis ojos y expectativas se posaban en otros países; como si viajar tuviera sentido sólo si me llevara por caminos muy lejanos. Pero como todo en la vida, una puerta que se cierra hay miles que se abren.
Así fue que un día, sabiendo que no podría viajar al exterior por tiempo indefinido, caí en la cuenta de lo poco que conocía de mi propio país, y decidí darme la oportunidad de una merecida revancha. Pensé en El Calafate, los hielos continentales y en las infinitas posibilidades de fotografiarlos, y en combinación con El Chaltén, inmediatamente se transformaron en mi primer destino.
El Calafate es una ciudad cerca del borde del Campo de Hielo Patagónico Sur en la provincia de Santa Cruz. Es conocida principalmente como el acceso al Parque Nacional Los Glaciares, hogar del enorme glaciar Perito Moreno. Allí alquilé un auto para poder hacer los recorridos con independencia e ir captando con mi cámara los paisajes sin depender de los tiempos de una excursión.
Pero hay cosas que son inevitables y, más allá de la fotografía uno no deja de ser turista, así que el primer día contraté un trekking sobre el glaciar. Una experiencia única donde a medida que nos internamos en él nos rodeaban grietas de color azulado y el blanco de aquella gran extensión de hielo nos envolvía majestuosamente. De regreso ya en tierra, manejé hasta las pasarelas del Perito Moreno para observar esta belleza desde otros ángulos. Mate y cámara en mano, las recorrí de arriba a abajo y de derecha a izquierda. La emoción que me produjo el sonido cada vez que un pedazo de aquel gigante se desprendía es una experiencia imposible de transmitir en palabras.
El segundo día me embarqué en la navegación por el Lago Argentino y recorrí los glaciares Spegazzini y Upsala acercándome a unos gigantescos témpanos. Profundamente enamorada de El Calafate, el tercer día decidí partir rumbo a El Chaltén, conocida como la capital Nacional del Trekking. El pueblo se fundó en 1985 ante la necesidad de poblar el área de la Laguna del Desierto y así reforzar nuestra soberanía, pero muy cerca y mucho tiempo antes, los Tehuelches habían llamado “montaña humeante” al mítico Monte Fitz Roy (o cerro Chaltén), un cerro de granito rodeado por nubes que semejan humo saliendo de un volcán. Sin dudas, uno de mis objetivos en este viaje.
El primer día tome un transfer hasta la Laguna del Desierto, donde realicé una navegación por aguas cristalinas de color esmeralda y desde allí tuve mi primer contacto con el Fitz Roy. Desembarcamos al pie del Gran Glaciar Vespignani donde caminé varios senderos que me llevaron a puntos panorámicos inimaginables del Glaciar, el Lago y los Montes. Grandes Cóndores nos rozaban mientras planeaban sus lentos vuelos. Y cada tanto un fuerte estruendo nos anunciaba algún desprendimiento. Luego regresamos en la embarcación y allí emprendí la subida hacia el Glaciar Huemul. Me interné en un bosque de árboles que tocaban el cielo, sus troncos recubiertos de musgo fluorescente coloreaban el recorrido, mientras un arroyo continuaba su descenso al costado del sendero. Luego de unos 45 minutos cuesta arriba apareció finalmente un glaciar que desaguaba en una laguna color verde agua. La naturaleza en su máxima expresión.
El segundo día decidí reponer fuerzas. Caminé por el pueblo, descansé, y merendé unos Waffles de La Wafleria y por la noche, en “La Tapería”, un reconfortante guiso de cordero y un buen tinto para acompañar. Había que almacenar energía para lo que se venía: tres días de caminata y dos noches durmiendo en la montaña.
A la mañana siguiente cargué mi mochila con provisiones para todo el recorrido, equipo de mate completo, carpa, bolsa de dormir, algo de ropa y por supuesto, mi compañera de aventuras, la cámara. Alquilé unos bastones de trekking que me ayudarían en los momentos más críticos de los senderos y emprendí el camino hacia el Camping Poincenot. Fueron cuatro horas de caminata por un sendero maravilloso, la laguna Capri fue un hermoso lugar para descansar y tomar unos mates antes de seguir hacia el camping.
Me distrajo un pájaro carpintero que estaba haciendo su nido y luego de unos cuantos pasos sentí el ruido de un arroyo que anunciaba la inminente aparición del Fitz Roy y la montaña Poincenot, dos picos gigantescos que se clavan en el cielo. Apuré el paso para llegar antes del anochecer y acampar con el último rayo de sol.
El Camping Poicenot es una parada ideal para dormir y descansar antes de encarar los últimos y empinadísimos dos kilómetros hacia la Laguna De Los Tres. Me acosté temprano porque para ver el amanecer debía salir a las cinco de la mañana y cruzar los dedos para tener la suerte de apreciar un momento único: durante ocho minutos, cuando el sol se asoma, proyecta una luz hacia los montes y los pinta de naranja, sólo si el cielo está totalmente despejado. Quizás, si entra el sol hay una pequeña nube que aún deja pasar la luz, los pinta de rosado. Luego de esos 8 minutos de hechizo los colores se vuelven reales.
El destino me premió con esos apenas ocho minutos, que sin embargo serán eternos.
Al bajar desarmé la carpa, la cargue al hombro y comencé el recorrido, otros 10 km por un sendero que bordeaba las Lagunas Madre e Hija, de color turquesa. Luego me adentraría en un bosque de escalinatas hacia abajo y bordearía un arroyo hasta que por fin a lo lejos lograría ver el Glaciar y el Cerro Torre. El cansancio fue apoderándose de mí y los últimos kilómetros fueron durísimos. Al llegar al Camping Deagostini a escasos metros de la Laguna y el cerro Torre, el clima no acompañaba por lo que decidí descansar hasta el día siguiente. El clima es fundamental. Muchas personas viajan de todas partes del mundo, emprenden estos senderos difíciles y al llegar los cerros están cubiertos por nubes. No hay receta para esto, es simplemente tener suerte. En verano hay más probabilidades de ver los cerros pero en otoño los colores son increíbles. De todas formas, llueve o truene, la gente sale de trekking.
Al día siguiente me acerqué a la Laguna Torre, e increíblemente no había ni una gota de viento, el cerro estaba totalmente despejado y se replicaba en la laguna como espejo. Esos son los momentos en que se siente que todo valió la pena.
Con el corazón contento, desarmé la carpa y emprendí lo que sería el último trayecto. El Chalten me esperaba con unos sorrentinos de trucha en Maffia, donde previamente había hecho la reserva, ya que es uno de los favoritos. La trucha y el cordero son las proteínas elegidas de casi todos los restaurantes del pueblo, pues sirven para recuperar energía y seguir recorriendo montañas arriba y abajo.
Todos los senderos son mágicos, atrapantes, impredecibles y sorprendentes. Cerros, lagunas, bosques, acantilados y vegetación, nos envuelven llenándonos de aromas y colores. Los invito a animarse a emprender esta aventura, la nuestra.
Yo ya tengo claro que, con o sin pandemia, no voy a dejar de conocer todo lo que me queda de Argentina.
(*) Carola Montero es fotógrafa profesional y está a punto de editar su primer libro, sobre paisajes icónicos de nuestro país. Pueden ver algo de su trabajo en: IG @caromontero.ph
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