Leones arbófilos en Tarangire (Tanzania)
Por Santiago Legarre (*) para Revista Aire Libre
Desde hace diez años, tengo la suerte de hacer safaris en Kenia. Todo comenzó cuando acepté una invitación a dar clases en una excelente universidad de Nairobi, aceptación debida en buena medida a que en el contrato se incluían, como parte de la contraprestación, dos safaris.
En parte gracias a esa cláusula contractual y sobre todo gracias a mi trabajo como escritor, pude conocer muchos de los parques nacionales y reservas kenianos. Entre los parques nacionales, visité Lake Nakuru, Amboseli, Tsavo East, Aberdare y Nairobi. Entre las reservas nacionales, estuve en Masái Mara, Lake Bogoria, Samburu, Buffalo Springs y Shaba. Entre las reservas privadas, visité Ol Ari Nyiro, Lewa, Ol Pejeta, Kalama,Taita Hills, Naboisho, Siana y Mara North. Mientras realizaba safaris en esos paraísos terrenales, siempre tenía, porque uno es tan ambicioso, la espina clavada de cómo sería hacer un safari en alguno de los parques del país vecino, Tanzania.
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Por supuesto, el parque tanzano más famoso es el Serengeti, seguido en reputación por el área de conservación del cráter de Ngoro-Ngoro. Pero no fue allí adonde aterricé en mi primer cruce de frontera hacia el sur de Kenia, sino en el Parque Nacional de Tarangire, tal vez el tercero en importancia (o acaso el cuarto, si se cuenta antes al vecino Lake Manyara). La invitación fue una cortesía de mis amigos Mark y Finchie, a quienes había conocido años antes en Buenos Aires. Nos alojamos un par de días en el magnífico Tarangire Safari Lodge, que tiene una de las mejores vistas del parque —si no es la mejor: se encuentra sobre una barranca que cae hacia el río que le da el nombre al parque nacional: ya se imaginan la panzada que se da el huésped cada atardecer, cuando bajan de todas partes a tomar agua los animales, entre ellos los elefantes, que son la famosa especialidad de Tarangire—.
Pero Tarangire tiene una especialidad menos conocida, que pude saborear en grande. En nuestra primera mañana de safari, salimos tempranito con mis amigos y anfitriones: me sacan varias décadas, pero eran los primeros en estar listos para partir con el primer rayo del sol. Con Mark al volante, yo de shotgun y Finchie detrás de mí, miraba por la ventana de nuestra camioneta, cuando de repente mis ojos vieron algo de lo que no daban crédito y le grité a Mark: “¡Pará! Hay dos leones arriba de un árbol”. Finchie enseguida retrató el suceso con la foto de amanecer que acompaña esta nota.
Es bien sabido que mientras que los leopardos trepan árboles, los leones no; a lo sumo, en algunas regiones (como en el cercano parque nacional Lake Manyara) los leones se suben a ramas horizontales y bajas, para alejarse de insectos molestos, como las moscas tsé-tsé, animales insoportables parecidos a los tábanos. Mas esto de Tarangire era cosa bien distinta: los leones (para ser exacto, leonas) habían trepado un tronco bastante vertical y estaban en posición de acecho —en especial una de ellas, retratada en otra de las fotos de mi compañera de aventura—. En efecto, cerca de allí pasaba la migración regional de los ñus y las cebras: otro rasgo saliente de Tarangire: el cruce periódico de estos animales, migración análoga a la más famosa, que va del Serengeti a Masái Mara (y vuelta). Y esta leona los miraba, a los herbívoros migrantes, con cara de pocos amigos.
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Nos quedamos una media hora, pero Finchie dijo más tarde que debimos habernos quedado hasta el almuerzo. Porque cuando volvimos al sitio, después de comer nosotros, nos encontramos a la leona otrora acechante debajo de nuestro árbol, almorzando ella una cebra, junto con otras dos leonas: una comida a tres puntas. Nos queríamos morir por no haber sido más pacientes. Aunque, como dijo Mark, acaso el descenso del árbol había ocurrido dos horas después de nuestra partida, ahora juzgada prematura. O, como pensé yo para consolarme y sin convicción, a lo mejor si nos hubiéramos quedado eternamente sin almorzar, al pie del árbol, el descenso y la escena de caza habrían ocurrido en un segundo de distracción nuestra y, en todo caso, también nos los habríamos perdido. El safari es bastante impredecible. Los animales introducen simultáneamente muchas variables que escapan al control humano.
Fuimos una tercera vez al sitio en cuestión, ya sobre la caída del sol. La leona cazadora había vuelto a su árbol. Pero una de sus amigas remoloneaba por ahí. Cuando nos acercamos, sucedió otra cosa inverosímil. La enorme gata se alejó de nuestro vehículo, juntó velocidad y, con el envión de la carrerita, pegó un brinco de dos metros de altura, que la depósito en un instante adentro de un arbusto tupido, lleno de espinas. Allí la pueden observar, mirándonos, en la tercera foto de esta serie, sacada casi de noche, con el flash del teléfono de Finchie. Si la felina hubiera podido leer lo escrito en mis ojos en ese momento, habría visto estas palabras interrogadoras: “¿Cómo puede ser que un animal que pesa bastante más que yo haya pegado semejante salto?”.
Ya había visto yo en Masái Mara una leona arriba de un árbol en posición de acecho, y así lo reporté en las páginas de Aire Libre en 2018. Ahora testimonié una vez más, en esta ocasión en Tanzania, ese fenómeno tan inusual como espectacular. No veo la hora de volver a Tarangire para observar nuevamente esta especialidad escondida de ese parque nacional.
* Santiago Legarre es autor de los libros Un profesor suelto en África y El safari de la vida
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