Por Claudio Ferrer
12 de septiembre de 2024. En lo que respecta a la defensa de los cazadores deportivos, debemos reconocer que el periodismo europeo se lleva las palmas. No es para menos. Se tratan de rescatar algunas migajas del festín de los recursos naturales, destinadas a la desguarnecida región de los devotos de Diana. Precisamente en la revista que lleva su nombre, editada en Florencia, hallamos frecuentemente notas y apreciaciones muy oportunas.
Esta vez exponemos al lector algunos conceptos de un artículo publicado hace unos años, titulado “El hombre herbívoro y vegetariano de hoy“, firmado por Bruno Modugno.
El fundador de la Etología Humana, el austríaco Irenaüs Eibl-Eibesfeldt, escribió en su famoso ensayo sobre “Agresividad y sociabilidad”, que para odiar a un enemigo es necesario desconocerlo. La primera regla es degradar al adversario al rango de subhumano. En una guerra entre pueblos la intención fundamental de la propaganda es demostrar al adversario como un bruto al cual debe temerse y desconfiar de el en todo nivel. Es necesario que el combatiente no advierta que el adversario es un hombre como el.
El nuevo integrante. Un relato de caza con receta de Enrique Petracchi.
Lo mismo ocurre en las pequeñas guerras, como la desencadenada contra la caza por algunas agrupaciones ecologistas con fines propagandísticos, obtener apoyo y financiación de la campaña. Es importante romper un esquema de interpretación positiva de la figura del cazador, presente en todas las culturas, para hacerlo aparecer en cambio como un cruel destructor.
Es necesario, en cambio que la gente se conozca mejor. Para ello deben conocerse ritos y mitos, que provienen del amanecer de la especie sobre la tierra. Al advertir que son comunes a todos, les será mas fácil admitirnos como congéneres, y para ello son muy útiles las investigaciones de los antropólogos, claro está, por tratarse de científicos no cazadores.
Solo dos ejemplos, tanto como para aclarar el tema. Hay dos argumentos en la polémica contra la caza y a los cuales no alcanzamos a rebatir, “ustedes cazadores, matan por diversión, cuando la caza servía para alimentarse podía haber una justificación, ahora no”.
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Eso que se define como diversión no es otra cosa que una respuesta ritualizada al instinto de agresividad, que es fundamental para la conservación de la especie, lo mismo que el instinto sexual, y al que nuestros contenedores dan respuestas diversas, aparentemente más inocentes pero que se transforman en daño a sus congéneres, conflictualidad, competición y éxito.
Y pasamos al segundo argumento, “no es verdad que el hombre haya comenzado a cazar para alimentarse. Sus antecesores eran herbívoros”. Fue precisamente, cuando incorporó a su dieta carne de animales que se irguió sobre sus extremidades posteriores con la doble ventaja de tener las manos libres para empuñar sus primeras armas, palo y garrote, y de escrutar más allá de las altas hierbas de la llanura.
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Pero, desde el principio la caza se adornó con connotaciones mágicas y religiosas, sirvió para la construcción del lenguaje y de la sociabilidad, ejercicio constante de sonidos guturales para advertir o señalar actitudes o la simple existencia de una presa lo cual contribuyo claramente a la distribución de distintos roles de los individuos dentro del grupo. La caza congregó a las agrupaciones para el momento de alegría y transgresión y la exhibición de la abundancia.
Por otra parte, los restos alimentarios descubiertos en los asentamientos humanos del paleolítico, estaban representados solamente en un 5 por ciento por residuos animales.
La función primaria de la caza, por lo tanto, no fue nunca el remedio contra el hambre. La caza fue sobre todas las cosas, portadora de valores culturales.
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