Por Gabriel M. Astarloa – LA NACION
27 de septiembre de 2024. Desde hace casi cuatro décadas, la milenaria tradición de llegar a pie a visitar al Apóstol Santiago en la catedral que guarda sus restos en Santiago de Compostela cuenta con la participación de una creciente cantidad de peregrinos de todo el mundo. Aún cuando en su esencia se sigue tratando de una expresión de fervor religioso, no es menos cierto que hoy muchos de los caminantes se ven empujados a emprender esta desafiante travesía por muchas otras razones.
Con la experiencia de haber hecho el camino los dos últimos años, comparto algunas impresiones, para alentar a que otros también se animen. Se trata de una experiencia única, fascinante y enriquecedora, que proporciona nuevas luces y estímulos para transformarnos y afrontar mejor la continuidad de nuestra vida que, bien se ha dicho, es también un camino.
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Santiago, uno de los doce apóstoles de Jesucristo, asumió la responsabilidad de evangelizar la región de la Hispania romana. Luego regresó a Palestina, donde murió decapitado en el año 44 por orden de Herodes Agripa. Los que lo acompañaban decidieron preservar sus restos y los trasladaron por mar en un sepulcro de mármol hacia el actual territorio de Galicia, donde permanecieron ocultos en un antiguo cementerio romano por casi ocho siglos.
En el año 830, Pelayo, un ermitaño del lugar, advirtió por la noche la existencia de estrellas y luces resplandecientes, así como cánticos y música propia de ángeles, lo que fue corroborado por otros vecinos del lugar. De inmediato dan aviso a Teodomiro, obispo de Iris Flavia con jurisdicción sobre esa región, quien encuentra el sepulcro y constata que se trata de los restos del apóstol Santiago, quedando así bautizado el sitio como el Campus Stellae, es decir, Compostela.
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A partir del mismo siglo IX, las rutas que llevaban a Compostela comenzaron a poblarse de peregrinos que deseaban venerar las reliquias del santo. Con el correr de las centurias se fueron conformando los caminos, como el Primitivo, desde Oviedo; el Francés, desde antes de cruzar los Pirineos; el Portugués, que puede comenzar en Lisboa, Oporto o Tui, y el Inglés, desde el norte de la península Ibérica. Como lo recordaba Goethe, con razón puede afirmarse que Europa se hizo caminando hacia Compostela.
Esta costumbre contó con una gran adhesión que se mantuvo durante todo el medioevo. Progresivamente fue mermando, hasta caer en el olvido en el siglo XIX, para recuperar su vigencia en las dos últimas décadas del siglo pasado, a partir de los reconocimientos brindados por la Unesco y la Comunidad Europea, y las visitas de San Juan Pablo II a Santiago de Compostela en 1982 y 1989, que lo hicieron el primer Papa peregrino.
Hoy, todas las vías están bien marcadas y cuentan con la infraestructura necesaria. El más transitado actualmente es el camino Francés, que su recorrido más completo suele iniciarse en la localidad de Saint Jean Pied de Port, situada al pie de los Pirineos, a más de 800 kilómetros de Santiago, lo que supone algo más de un mes de recorrido.
La mayoría elige realizar un tramo más reducido (el mínimo para obtener el pergamino que acredita la peregrinación, llamado “compostela”, es de 100 kilómetros a pie o 200 en bicicleta), que suele demandar una semana.
El éxito del Camino de Santiago (se estima que este año llegarían 500.000 peregrinos acreditados) obedece a que, en rigor, ofrece en simultáneo una pluralidad de muy atractivos recorridos. Hay un camino por la historia, reflejado en sitios y construcciones que albergan milenios de un rico pasado de acontecimientos, leyendas y tradiciones.
No menos atrayente es el camino por la geografía, que permite –por ejemplo, saliendo de Francia– atravesar los Pirineos, las tierras navarras, los viñedos riojanos, los campos castellanos y las verdes ondulaciones de Galicia, alternando pequeñas aldeas con grandes ciudades.
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El núcleo principal lo constituye el camino interior personal que todo peregrino transita a la par del polvo de sus pasos. Más allá de esa valiosa intimidad, existe también un camino de socialización con los peregrinos de todo el mundo que tiene lugar durante el recorrido y en los albergues.
Las ricas y diversas manifestaciones culturales, incluyendo la gastronomía, proporcionan su encanto. El largo itinerario ofrece también otras enseñanzas. La experiencia de compartirlo con tantos caminantes nos brinda una lección práctica sobre los valores de la fraternidad y la solidaridad. Las frecuentes lluvias en Galicia y el posible surgimiento con los kilómetros acumulados de las temidas ampollas u otros dolores físicos nos fortalece y ayuda a superar otras dificultades.
La conveniencia de alivianar el peso de la mochila nos interpela sobre la posibilidad de una menor dependencia de los bienes materiales en la vida cotidiana. Hacemos el camino disfrutando de los paisajes y las historias, pero tenemos la impresión de que es el recorrido el que nos va moldeando y transformando el espíritu. Y, como siempre ocurre con toda meta lograda con esfuerzo, la llegada a la Plaza del Obradoiro nos colma de una merecida alegría.
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Vale la pena al menos una vez en la vida animarse a emprender la experiencia de esta travesía cuyo sentido nos aparece como análogo a la vida misma. Afrontar el Camino de Santiago significa, en última instancia, asumir la realidad de la propia existencia.
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