Relato de Héctor Morettini de Santa Rosa, La Pampa.
Segundo ganador del concurso finalizado en 2015 que consistía en enviarnos alguna anécdota sobre un accidente de pesca; lo que se podría haber hecho para evitarlo y el aprendizaje que les dejó a quienes lo protagonizaron. Hacete fan de AIRE LIBRE y podrás conocer la fecha de relanzamiento del concurso.
El día estaba soleado y un leve viento fresco corría desde el sur en la represa de Casa de Piedra. La mañana se prestaba hermosa para practicar este deporte tan lindo que tanto nos gusta: la pesca. Luego de un buen desayuno, con galletitas y el infaltable mate amargo para despertar los sentidos, nos dirigimos rumbo al río, a despuntar el vicio.
Junto a mi padre y dos de sus amigos, nos dedicamos a probar mediante la modalidad de spinning, con las famosas “cucharitas” para ver quién era el primer agraciado en lograr una trucha, que era la escurridiza y formidable presa que estábamos buscando. La mañana transcurrió sin sobresaltos, solo una o dos carpas fueron el resultado de largas horas de “tirar y recoger”.
Luego de almorzar un rico y suculento asado al borde del precioso Río Colorado, volví a mi tarea de intentar pescar. Contaba yo con 13 años en ese entonces, y mis ganas, dedicación y entusiasmo eran sorprendentes. Como siempre, traté de alejarme un poco del grupo buscando un lugar tranquilo y único, esa manía que tenemos todos los pescadores. Pero no me alcanzó con eso. Para poder arrojar el señuelo a lo más profundo del río, subí una piedra que se encontraba al borde del mismo, que tendría algo así como un metro y medio de altura. Arrojé la línea una vez, recogí, nada. Arrojé la línea dos veces, recogí, nada. En mi tercer intento de arrojar la línea, incliné demasiado mi cuerpo hacia delante, y resbalé a causa del moho ubicado en la piedra generado por la humedad del agua que en forma de rocío caía sobre ella. De más está decir que casi me saco un ojo.
Imaginen como me quedó la cara. E imaginen la cara de mi padre al verme. De los retos, mejor ni les cuento! Pero sin duda tenía razón, por un descuido, o por el afán y capricho de poder ganar un metro en el lanzamiento del señuelo, casi arruino el viaje a todo el grupo, porque de haberme golpeado unos centímetros más al centro de mi rostro, podría haberme lastimado un ojo, o quebrado la nariz, y allí el viaje hubiese terminado para todos.
Sin duda la enseñanza que me dejó este día, es que siempre debemos ser precavidos en cada paso que damos, nunca confiarnos del entorno ni de nuestras habilidades, teniendo en cuenta que está en juego no solo nuestra integridad física y la de los demás, sino también la posibilidad de que algo tan lindo como el hobby que nos une, se convierta en una mala experiencia difícil de olvidar.
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