Los conflictos armados han mermado la población animal en África más que cualquier otro factor, de acuerdo con una nueva investigación.
Nota de Rachel Nuwer para The New York Times
En 1996, cuando estalló la guerra en el territorio que ahora ocupa la República Democrática del Congo, solo quedaban 31 rinocerontes blancos del norte en el Parque Nacional Garamba, el último bastión de esta especie en peligro de extinción. En menos de un año, milicias armadas llegaron a la reserva y la mitad de los elefantes, dos tercios de los búfalos y tres cuartos de los hipopótamos que la habitaban desaparecieron en tres meses.
A pesar de los esfuerzos de los conservacionistas, también se reanudó la caza furtiva del rinoceronte blanco del norte. Hoy, luego de una sucesión de choques armados, solo quedan tres ejemplares vivos de esta especie, todos provenientes de un zoológico en la República Checa y confinados a una sola reserva keniana.
El hecho de que el hábitat de los rinocerontes formara parte de un África plagada de conflictos humanos fue “de muy mala suerte”, afirmó Kes Hillman-Smith, conservacionista radicada en Nairobi y autora de Garamba: Conservation in Peace and War. “Las guerras eternas en ese lugar han causado estragos en todas las especies animales de la región”.
Muchos casos de estudio han demostrado que la guerra afecta la supervivencia de la población local y que en ocasiones amenaza a especies enteras. Sin embargo, la investigación es variopinta: en algunos casos, el conflicto parece haber ayudado a los animales.
Un grupo de investigadores publicó hace poco un estudio cuantitativo de las consecuencias de la guerra para las especies animales en África —es el primer análisis que abarca todo el continente a lo largo de varias décadas—. Los resultados, publicados en la revista Nature, son sorprendentes y alentadores. En comparación con otros factores de medición, el conflicto armado suele ser el catalizador más constante del declive de las especies. Sin embargo, el rinoceronte blanco del norte es la excepción.
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Pocas veces la guerra deriva en extinción, un descubrimiento que subraya la importancia de los esfuerzos de restauración posteriores al conflicto. “Demostramos que la guerra es mala pero no tanto como solemos asumir”, apuntó Robert Pringle, ecologista de la Universidad de Princeton y autor del nuevo estudio.
“En realidad hay dos hipótesis alternativas”, agregó. “Una es que la guerra representa un desastre en todos los aspectos, incluido el medioambiente. La otra es que prácticamente todo lo que obliga a las personas a abandonar una región puede ser benéfico para la vida salvaje”.
De hecho, Pringle señaló que la zona desmilitarizada entre Corea del Norte y Corea del Sur le da un respiro a las especies exóticas, como las grullas de Manchuria (o grullas de coronilla roja) y los osos negros asiáticos.
En conjunto con Pringle, Joshua Daskin, conservacionista de la Universidad de Yale, emprendió una laboriosa búsqueda entre 500 estudios científicos, libros gubernamentales, reportes sin fines de lucro y documentos administrativos del parque. Buscó censos de la vida silvestre similares, sin considerar la presencia de conflicto, de 1946 a 2010.
Entonces, los investigadores calcularon las trayectorias poblacionales de varias especies animales a lo largo del tiempo y las contrastaron con los conflictos conocidos. La lista final incluía 253 poblaciones de 36 especies de mamíferos herbívoros, que incluían elefantes, jirafas, cebras, hipopótamos y ñués, en 126 áreas protegidas en todo el continente africano.
Los científicos descubrieron que se requiere de relativamente muy poco conflicto (solo un suceso o dos cada cinco décadas) para reducir los niveles de la población animal. “Incluso con el inicio de lo que pudiera ser un conflicto menor desde la perspectiva humana, notamos que disminuye la población animal promedio”, dijo Daskin.
De hecho, la frecuencia de los conflictos fue la variable más importante para predecir las tendencias de los animales salvajes, entre otros diez factores que analizaron los investigadores, incluyendo la sequía, la cantidad de personas viviendo en las cercanías de una zona protegida y los niveles de corrupción de un país. A mayor frecuencia de conflictos, mayor era el impacto.
“Esta evaluación continental confirma lo que muchos estudios han señalado: la guerra es una de las principales causas del descenso de la población de animales salvajes en África”, comentó Kaitlyn Gaynor, doctoranda de la Universidad de California, campus Berkeley, quien estudió la influencia del conflicto armado en la vida salvaje.
Es probable que las pérdidas se deban a una mezcla de factores, dijo Hillman Smith, quien pasó veintidós años en Garamba conservando la reserva y a los rinocerontes blancos del norte.
En tiempos de guerra, la carne proveniente de la caza furtiva puede alimentar a las tropas, a la población local y a los refugiados, mientras que los recursos de valor como el marfil y los cuernos de los rinocerontes pueden utilizarse para financiar la lucha. Las armas y las municiones también suelen estar más disponibles, afirmó Hillman-Smith, y una ruptura general de la ley y el orden facilita la caza furtiva.
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Según la investigadora, las organizaciones conservacionistas suelen retirarse cuando comienzan los tiroteos: “Las pérdidas más relevantes en Garamba sucedieron en ausencia del apoyo internacional y cuando se detuvieron los patrullajes activos. Aunque debemos tener en consideración los conflictos armados como un factor que influye en la conservación, no deben considerarse como una razón para dejar de invertir ni para retirarse del lugar”.
Aunque los conservacionistas se ven obligados a huir, no todo está perdido durante la guerra. En ocasiones los animales desaparecen y es más difícil que los cazadores los encuentren, comentó Daskin, y la población sigue existiendo en menores proporciones.
El mensaje más importante del documento es que los conflictos van en detrimento de la vida salvaje pero en muy contadas ocasiones causan extinciones, según Edd Hammill, un ecologista de la Universidad Estatal de Utah que no participó en la investigación.
Hammill sostiene que la investigación sugiere que la rápida intervención de los conservacionistas puede ser crucial para garantizar la supervivencia y la recuperación del resto de la población. En efecto, durante el periodo posterior al conflicto en la década de los años ochenta, la conservación en Garamba duplicó tanto la población del rinoceronte blanco del norte como la del elefante en solo ocho años.
El enfrentamiento renovado, la política y otros factores al final evitaron que el rinoceronte blanco del norte se recuperara en la naturaleza, pero Daskin señala al Parque Nacional Gorongosa de Mozambique como una alternativa esperanzadora.
En los quince años posteriores a la devastadora guerra civil, Gorongosa perdió más del 90 por ciento de su fauna. La población de elefantes descendió de dos mil a doscientos, mientras que no quedaban más de cincuenta ñués y cebras de los miles de ejemplares que solían vivir allí.
A medida que desaparecieron los herbívoros, los árboles se extendieron hasta lo que alguna vez fue el campo abierto del parque y prácticamente no había depredadores.
Luego de la declaración de paz, el gobierno de Mozambique se alió con la Fundación Carr para la restitución de la reserva. Se reclutaron y capacitaron a guardabosques (incluyendo personas que se enfrentaron durante la guerra civil) para reducir la caza furtiva y velar por los animales.
Quienes vivían en las cercanías de la reserva recibieron apoyos para la agricultura, la educación y la salud. Varios cientos de personas también encontraron trabajo en el parque.
Gorongosa ahora se promociona como “la historia más exitosa de restitución de vida salvaje en África”, con más de quinientos elefantes, sesenta leones y decenas de miles de antílopes.
Para Pringle esta es la lección de Gorongosa: “En el lapso de una década es posible rehabilitar hasta el ecosistema más gravemente dañado y convertirlo de nuevo en una maravilla natural del mundo”.
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